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Rafael, incorporándose, veía por detrás de la ermita toda la Ribera baja; la extensión de arrozales bajo la inundación artificial; ricas ciudades, Sueca y Cullera, asomando su blanco caserío sobre aquellas fecundas lagunas que recordaban los paisajes de la India; más allá la Albufera, el inmenso lago como una faja de estaño hirviendo bajo el sol; Valencia cual un lejano soplo de polvo, marcándose a ras del suelo sobre la sierra azul y esfumada; y en el fondo, sirviendo de límite a esta apoteosis de luz y color, el Mediterráneo; el golfo azul y temblón, guardado por el cabo de San Antonio y las montañas de Sagunto y Almenara que cortaban el horizonte con sus negras gibas como enormes cetáceos.

En la una, las patatas amarillentas, los reventones garbanzos sacando fuera del estuche de piel su carne rojiza, la col, que se deshacía como manteca vegetal, los nabos blancos y tiernos, con su olorcillo amargo; y en la otra fuente las grandes tajadas de ternera, con su complicada filamenta y su brillante jugo; el tocino temblón como gelatina nacarada; la negra morcilla reventando, para asomar sus entrañas al través de la envoltura de tripa; y el escandaloso chorizo, demagogo del cocido, que todo lo pinta de rojo, comunicando al caldo el ardor de un discurso de club.

Era capaz, y demostrado lo tenía, de arrostrar cualquier riesgo grave, si creía que se lo ordenaba su deber; pero no de hacerlo con ánimo sereno, con el hermoso desdén del peligro, con el buen humor heroico que sólo cabe en personas de rica y roja sangre y firmes músculos. El valor propio de Julián era valor temblón, por decirlo así; el breve arranque nervioso de las mujeres.

No había en el mundo cosa que más temblón le pusiera que la zozobra de la incertidumbre ante un mal próximo, de repente anunciado y ni remotamente temido poco antes, sobre todo si estas impresiones le cogían mal abrigado, a deshora, cortándole el sueño, la digestión o el placer de oír música, o de divagar imaginando: «Como este diablo de fantasía de liebre todos los peligros me abulta, pensaba, prefiero un mal como ocho conocido exactamente, a un mal como cuatro barruntado, pero que yo me figuro como cuarenta».

Sin duda que la vegetación de los márgenes, aspirando la humedad por sus raíces y bebiendo abundante vapor por sus hojas, es bastante más viva y alegre; las parras salvajes, los álamos blancos y el temblón con sus hojas de plata constantemente estremecidas, se levantan hacia el espacio altos, derechos, hinchadas de jugo sus fibras y lisa su corteza, rompiéndose por el impulso de la savia que se desborda.

Esto ya se sabe por referencia de don Claudio Fuertes; pero una cosa es saberlo de oídas, y otra muy diferente verlo con los ojos de la cara; subir por su escalera angosta, entre la tienda de Periquet y el Bazar del Papagayo; sentir estremecerse los peldaños desnivelados, debajo de los pies; abocar al vestíbulo mal oliente, obscuro, casi tenebroso de día, con algunas perchas desiguales y una bastonera de listones, larga y estrecha; echarse a la ventura por cualquiera de los dos pasadizos que arrancan de allí, uno a la derecha y otro a la izquierda, con el suelo esponjoso y temblón, de puro viejo, y ver aquí un cuarto lleno de cajones vacíos, de quinqués desvencijados, de montones de periódicos de desecho y de vasijas quebradas; más allá un tabuco con honores de secretaría, conteniendo un estante de pino con papeles y algunos libros de cuentas, cuatro sillas ordinarias y una mesa con tapete verde, cartapacio de badana y escribanía de azófar; un saloncillo después con una mesa larga con media docena de periódicos encima y buen número de sillas alrededor, un armariote entre dos huecos de la pared con algunos libros maltratados y varias colecciones de la Gaceta, un reló de caja en un testero, y en el de enfrente un calendario debajo de un gran anuncio encuadrado de los chocolates de Matías López, y dos quinqués, con reflectores de latón, colgados del techo sobre la mesa.

En las blancas paredes de las casas, las luces de los cirios y las puertas iluminadas de las tabernas trazaban un reflejo temblón de sombras y resplandores de incendio.

¡A !... dijo balbuceando de rabia . ¡Darme órdenes á !... Miguel sintió que una mano se agarraba á los botones de su chaleco. Era como un pájaro temblón y agresivo, que se detenía un instante en su ciego impulso para seguir volando hacia arriba. Adivinó la bofetada, é instintivamente avanzó su diestra. Las dos manos se encontraron cuando la del joven revoloteaba cerca del rostro del príncipe.