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El Alcalde constitucional, Trebucio Canales del GarojoSi el lector desea conocer el fin de este peregrino incidente, que hubo de costar la salud al desencantado madrileño, háganos el obsequio de acompañarnos al mismo edificio dentro del cual se debatió la cuestión de aceptar ó no el reló consabido.

Pues cátalo ahí exclamó triunfante el tío Merlín. ¿Á qué santo ese hombre nos ha de regalar un reló, sin más acá ni más allá? El concejo se quedó tamañito bajo tan contundente argumento. De manera dijo el alcalde, que nos convendrá decir á ese señor que se guarde el regalo para engatusar á otros tontos.... No, señor: «á la zorra candilazo», que dijo el otro replicó el tío Merlín.

Departiendo una mañana en el portal de la iglesia con el alcalde del pueblo, brindóse de muy buena gana á traer de su cuenta, un reló de torre para la iglesia del pueblo, como un regalo que dedicaba á los honrados vecinos entre quienes tan buenos ratos había pasado. El alcalde, al oir la palabra regalo, abrió unos ojos de á tercia, y dióse á reir de pura satisfacción; pero cuando se puso á reflexionar sobre el motivo de tanto desprendimiento, tornóse serio, y dijo al personaje, con la mejor cara que pudo, que al día siguiente le daría la contestación.

Bueno es decir, para que lo sepan los historiadores, que con las módicas ventajas pecuniarias adquiridas por aquel medio honestísimo habían renovado las señoras parte del mueblaje, aunque todas las piezas de antaño se conservaban, sostenidas por los remiendos y pulidas por el tiempo y el aseo. ¡Cosa admirable! el reló 2 había vuelto a andar; mas por malicia del relojero o por un misterio mecánico imposible de penetrar, andaba para atrás, y así después de las doce daba las once, luego las diez y así sucesivamente.

Pero llegó á notar este fanático personaje que el círculo de curiosos que siempre le envolvía era cada vez más estrecho; que entre los espectadores, antes mudos como estatuas, había muchos que se permitían sus apartes intencionados y con presunciones de graciosos; que los que este título llevaban entre los convecinos, á trueque de conquistarse sus carcajadas, faltaban aliquando al de Madrid, siempre digno y prudente, con una grosera impertinencia; que los chicuelos, que antes le contemplaban con la boca abierta y las manos en los bolsillos del pantalón, se le acercaban hasta tocarle con un dedo la cadena del reló, mientras á la descuidada tentaban con la otra mano el paño de su levita, cuya finura les admiraba; y, por último, que las mozas del lugar, á quienes dirigía delicadas galanterías y que al principio no se atrevían á mirarle á la cara, le volvían ya cada fresca que le dejaba helado.

Por los «lombíos» que había tumbados ya y la hora que marcaba mi reló, poco más de las siete de la mañana, supuse que había comenzado la faena a punto de amanecer. En esto llamó a la puerta de mi cuarto Neluco que iba a despertarme, porque era largo el camino que nos aguardaba y debíamos de aprovechar de la mañana todo lo posible para andarle.

Neluco y yo, que le habíamos oído embelesados, le aplaudimos de muy buena gana, sobre todo Neluco, que era un cantabrazo como una loma; y como la sesión había sido larga y entró la mujer de antes a prevenirnos que estaba la cena dispuesta y a preguntar a su amo si la servía porque habían dado ya las ocho en el reló de «allá atrás», decidimos al punto afirmativamente Neluco y yo, por cortés delegación de aquél; apoderóse de la luz la sirvienta; salió del despacho delante de nosotros, y la seguimos los tres al comedor, que era otro salón bastante destartalado y muy frío, situado al Norte de la casa.

Antes que la moderna civilización en forma de locomotora asomara las narices á la puerta de esta capital; cuando el alípedo genio de la plaza, acostumbrado á vivir, como la péndola de un reló, entre dos puntos fijos, perdía el tino sacándole de una carreta de bueyes ó de la bodega de un buque mercante; cuando su enlace con las artes y la industria le parecía una utopía, y un sueño el poder que algunos le atribuían de llevar la vida, el movimiento y la riqueza á un páramo desierto y miserable; cuando, desconociendo los tesoros que germinaban bajo su estéril caduceo, los cotizaba con dinero encima, sin reparar que sutiles zahories los atisbaban desde extrañas naciones, y que más tarde los habían de explotar con tan pingüe resultado, que con sus residuos había de enriquecerse él; cuando miraba con incrédula sonrisa arrojar pedruscos al fondo de la bahía; cuando, en fin, la aglomeración de estos pedruscos aún no había llegado á la superficie, ni él advertido que se trataba de improvisar un pueblo grande, bello y rico, el Muelle de las Naos, ó como decía y sigue diciendo el vulgo, el Muelle Anaos, era una región de la que se hablaba en el centro de Santander como de Fernando Póo ó del Cabo de Hornos.

Aquí va á ir de pillo á pillo. Puede usté decirle que traiga el reló, pero firmando un papel. ¡Á ver, á ver! ... murmuraron sus convecinos, llenos de curiosidad. Escriba usté, secretario dijo á éste el alcalde; que la cosa tiene que ver. Dite usté, tío Merlín.

Miré el reló que tenía a la cabecera de la cama, y vi que eran poco más de las ocho. A pesar de la falta que me hacía dormir un buen rato más, levantéme y abrí todo el cuarterón. El poco cielo que veía desde allí, estaba raso y azul como un paño de seda, y el sol bañaba ya todos los picachos del Oeste.