United States or Gabon ? Vote for the TOP Country of the Week !


Voy a llevarte a la barbería y a raparte la cabeza, dejándotela como un huevo». Si le hubieran dicho que le cortaban la cabeza, no hubiera sentido la chica más terror. «Eso, ahora el moquito y la lagrimita, después me envenenas la sangre con tus peinados indecentes. Pareces la mona del Retiro... Estás bonita... ... Pero qué, ¿también te has echado pomada?».

Frente a él cortaban el espacio azul los troncos de las palmeras, y más allá de las almenas puntiagudas de la tapia extendíase el mar, luminoso, con estremecimientos de vida, como si cosquilleasen su blanda epidermis las barcas, sueltas sus velas al viento.

Estos disparates recalentaban de tal modo el cerebro de la reclusa, que despierta seguía imaginando desvaríos del mismo si no de mayor calibre. Cortaban estas cavilaciones las visitas de Maximiliano todos los jueves y domingos, entre las cuatro y seis de la tarde.

En las noches de luna tentábala el escalofrío de lo misterioso, la voluptuosidad del miedo, y salía al claustro, cuya lobreguez cortaban las manchas lácteas de los ventanales. ¡Nadie!... Después sentábase en el cementerio de los monjes, esperando en vano la aparición del fantasma para animar su monótona existencia con algo novelesco. Una noche de Carnaval, la Cartuja fue invadida por los moros.

El rasgueo lejano de la guitarra y las voces que cortaban su ritmo, jaleando el taconeo de una bailaora, parecían acompañar la caída de las lágrimas del mocetón. Pero, vamos a ver exclamó Fermín con impaciencia. ¿Qué es todo eso? Habla, y cesa de llorar, que pareces una beata en la procesión del Santo Entierro. ¿Qué te pasa con Mariquita?...

Un automóvil le llevó con sus acompañantes á la prisión de San Lázaro, á través de París silencioso y lóbrego. Sólo unos cuantos reverberos encapuchados cortaban con su luz macilenta la obscuridad de las calles. En la prisión se reunió con otros funcionarios de policía y muchos jefes y oficiales que representaban á la justicia militar.

Las ruedas cortaban los aguazales... sis... sis... sis... y la tempestad gruñía... hu... hu... hu... y las gotas de lluvia tamborileaban sobre el landó... taratatá... taratatá... Y yo me preguntaba: «¿Por dónde voy a empezarDe ella, yo no veía, no oía, no sentía nada... Me parecía estar completamente solo en aquella obscuridad.

Algo lejano é indeciso turbó el silencio de la noche deslizándose por el fondo de una de las grietas que cortaban la inmensa planicie de tejados. Los tres avanzaron la cabeza para escuchar mejor... Eran voces. Un coro varonil entonaba un himno simple, monótono, grave. Más bien lo adivinaban con el pensamiento que lo percibían con sus oídos.

En Fuerte Sarmiento los había que databan de poco después de la expulsión de los indios, y con treinta y tantos años de existencia estaban mejor que el día en que los sembraron. Según los cortaban crecían más fuertes y lozanos.

Eran alaridos prolongados y salvajes que cortaban como un grito de guerra el silencio misterioso: «¡Auuú!...» Y mucho más lejos, debilitada por la distancia, contestaba otra fiera exclamación: «¡Auuú!...» El payés hacía callar a su perro. Nada tenían de extraño estos gritos.