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Arrastraban sillas, sonaba el piano y después el taconeo de los danzantes. Bailaban. «¡Y todo esto lo he traído yo! ¡Y bailan sobre las ruinas! ¡Los Reyes se arruinan; la casa Valcárcel truena... y el último ochavo lo gastan alegremente entre todos estos pillos y viciosos que he metido yo en casa!». «¡Empezó él!, decía ese tunante. ¡Y tiene razón! Yo empecé, y aún debo, aún debo... lo robado.

Al caer la tarde, comenzó a sonar un piano viejo en el piso alto del chalet, éste se conmovió con el taconeo de una agitada mazurca. Los señoritos habían vuelto de su excursión por «la montaña», y bailaban, no sabiendo sin duda cómo pasar el tiempo.

Mi bata, que para ser un completo caballero solo le falta haber nacido en una cuna más alta, me alarga una carta, cuyo contenido me anuncia una espera en la visita de un amigo. Del recibo de la carta al taconeo de mi amigo medió una hora larga, hora que no puedo datar en mi diario de trabajo, pues la despilfarré con la prodigalidad propia de un millonario, ó de un escéptico de veinte años.

El taconeo irrespetuoso de las botas imperiales, color bronce, que enseñaba Obdulia debajo de la falda corta y ajustada; el estrépito de la seda frotando las enaguas; el crujir del almidón de aquellos bajos de nieve y espuma que tal se le antojaban a don Saturno, quien los había visto otras veces; hubieran sido parte a despertar de su sueño de siglos a los reyes allí sepultados, a ser cierto lo que el arqueólogo dijo respecto del descanso eterno de tan respetables señores: Aquí descansan desde la octava centuria los señores reyes don..., y pronunció los nombres de seis o siete soberanos con variantes en las vocales, en sentir del lugareño, que siguiendo corrupciones vulgares, decía ue en vez de oi y otros adefesios.

En cuanto usted la conozca un poco, le inspirará un profundísimo respeto. Le apetecerá prosternarse y besar la orla de su vestido... «Por conducto de las mejillas de su hija, no diré que no», pensé. Luego, inocente, a pesar de sus años, como una paloma... Pero ya me extraña que no venga añadió, levantándose y avanzando otra vez a la puerta con más fuerte y poderoso taconeo.

Para ella la butaca en que descansará su cuerpo agitado por la emoción y el miedo, ¡quizá por el amor! En el suelo, el almohadón, bordado por otra mujer ya olvidada, y muy cerca, la silla baja de fumar, que él tomará para , cogiéndola como al descuido, procurando tener la presa al alcance de la mano. Pero en la escalera no suena el esperado taconeo ni el roce crujiente de la falda.

Mare bendita, ¿cuándo ha caído este cacho de firmamento? ¡Bendígate Dios, salero, que me has deshecho el alma con ese taconeo chiquito! Pocos transeuntes cruzaban sin verter en su oído algún requiebro. Los grupos se abrían para dejarla paso. La gentil tabernera marchaba sin fijar la atención en tales palabras, sin oirlas siquiera, totalmente abstraída de lo que la rodeaba.

Su mirada se iba tornando de maliciosa en lúbrica. Una sonrisa vaga, delatando el cansancio y el vicio, se esparcía por sus facciones marchitas. El taconeo llegó a su período culminante, y de allí a debilitarse, hasta morir en suave, imperceptible agitación de los muslos. La bailaora, en términos técnicos, se quedaba dormía, con íntimo gozo de los espectadores, que la jaleaban vivamente.

Se tuteaban como dos buenos camaradas; sonreían con la franqueza de la juventud, sin mirar en torno de ellos, pero alegrándose al pensar que muchos ojos estaban fijos en sus personas. Ella hablaba manoteando, amenazándolo con sus uñas sonrosadas cada vez que le decía algo fuerte; acompañando sus risas con un taconeo infantil cuando elogiaba su hermosura.

El rasgueo lejano de la guitarra y las voces que cortaban su ritmo, jaleando el taconeo de una bailaora, parecían acompañar la caída de las lágrimas del mocetón. Pero, vamos a ver exclamó Fermín con impaciencia. ¿Qué es todo eso? Habla, y cesa de llorar, que pareces una beata en la procesión del Santo Entierro. ¿Qué te pasa con Mariquita?...