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En sus ojos, de mirar suave y apacible, se notaba constantemente el extravío del terror; en torno de ellos el sufrimiento había trazado un círculo violáceo. Hablaba muy poco, no reía jamás. Cuando la dejaban en paz, sentábase en cualquier rincón y permanecía inmóvil mirando a un punto fijo, o bien se acercaba al balcón y escribía en los cristales con el dedo.

Las noches eran apacibles y calurosas, y la tertulia se prolongaba a veces hasta las nueve y media o las diez. Miguel se fue acostumbrando a asistir a ella, dejando las visitas a la generala para otras horas. Sentábase a menudo al lado de Maximina y se complacía en regalarle el oído. Si nos preguntasen si creía lo que la iba diciendo, nos sería casi imposible contestar.

Y él, satisfecho del consejo, pasaba los días de labor en pleno campo, a la sombra de un árbol, oyendo cantar a los pájaros, espiando a las atlotas que transitaban por las sendas; y cuando le bullía en la cabeza un trovo nuevo, sentábase a la orilla del mar para devanarlo lentamente, fijándolo en su memoria. Jaime se despidió de él: podía continuar su trabajo poético.

Ocupaba un lugar en lo más alto de la popa, llamado «el tabernáculo», sentábase en un sillón de brazos semejante al de los antiguos barberos, y desde él gritaba sus órdenes a los proeles, mozos, grumetes y pajes, marinería despechugada, medio desnuda y famélica, en antigua relación con toda clase de parásitos. Al cerrar la noche se apagaban en el buque fuegos y luces, por miedo al incendio.

Muchas tardes, agobiado por sus pensamientos, salía de casa y recorría a paso largo las orillas solitarias de la mar. La brisa le refrescaba las sienes, la vista del océano calmaba la fiebre de su cerebro. Sentábase en un peñasco batido por las olas, y permanecía horas enteras con los ojos extáticos clavados en el horizonte. La belleza imponente de aquel espectáculo no lograba cautivarle.

Después de su trabajo en cualquier plaza de provincias, volvía al hotel seguido de su cuadrilla, pues todos vivían juntos. Sentábase sudoroso, con la grata fatiga del triunfo, sin quitarse el traje de luces, y acudían los «inteligentes» de la localidad a felicitarle. Había estado «colosal». Era el primer torero del mundo. ¡Aquella estocada del cuarto toro!...

Cuando llegaba a sus manos un vestido ajeno, lo vendían a los traperos con aire señorial. En las noches de abundancia, la familia sentábase en torno de la sartén. La madre arrojaba los trozos de carne fresca en el aceite chirriante, y cada uno pinchaba con su navaja, con tanto apresuramiento, que por más que la mujer echaba y echaba, nunca se veía llena la sartén.

El marqués llevaba junto a él a sus hijas, que eran de corta edad, y el animal olisqueaba las blancas faldillas de las pequeñas, agarradas temerosamente a las piernas de su padre, hasta que, con la repentina audacia de la niñez, acababan rascándole el hocico. «¡Echate, CoronelCoronel descansaba sobre sus patas dobladas, y la familia sentábase en sus costillares, agitados por el ru-ru de fuelle de su poderosa respiración...

¡Qué noches aquellas de invierno! La buena madre de Laura, después de cenar á primera hora, sentábase en un extremo del anchuroso sofá de lana, y se ponía á hacer calceta debajo de un colosal velón que ardía solamente por uno de sus mecheros. Ella y sus hermanas se colocaban en torno de la mesa y trabajaban, hilando, cosiendo ó haciendo también calceta.

Diógenes, por el contrario, vivía en una modesta maison meublée, y sentábase de diario a la primera mesa que hallaba puesta, sin esperar a que le invitasen, por cierta especie de derecho de cuchara que garantía su poquísima vergüenza, por una tradición constante que la inveterada costumbre había convertido en ley escrita en las pandectas de la capigorronería madrileña.