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El agua negra reflejaba las serpientes rojas y verdes de las luces de los buques. Un trasatlántico prolongaba las operaciones de carga al resplandor de sus reflectores eléctricos, destacándose sobre esta lobreguez con la animación de una fiesta veneciana. De tarde en tarde un hombre de lento paso entraba en el círculo de un reverbero, brillando el cañón de su fusil.
El príncipe Lubimoff daba una fiesta á bordo, y su buque se dibujaba, desde la línea de flotación hasta los topes, ribeteado de bombillas eléctricas de diversos tonos, mientras los potentes reflectores lanzaban chorros movibles de luz, sacando de las entrañas de la noche las olas, las playas, el caserío de la ciudad.
Esos cobres, esos estaños, esos reflectores de metal blanco, esas paredes de cristal abombado que volteaban con grandes círculos azulados, todo ese espejeo, toda esa balumba de luces, me producían vértigos por un instante.
Esto ya se sabe por referencia de don Claudio Fuertes; pero una cosa es saberlo de oídas, y otra muy diferente verlo con los ojos de la cara; subir por su escalera angosta, entre la tienda de Periquet y el Bazar del Papagayo; sentir estremecerse los peldaños desnivelados, debajo de los pies; abocar al vestíbulo mal oliente, obscuro, casi tenebroso de día, con algunas perchas desiguales y una bastonera de listones, larga y estrecha; echarse a la ventura por cualquiera de los dos pasadizos que arrancan de allí, uno a la derecha y otro a la izquierda, con el suelo esponjoso y temblón, de puro viejo, y ver aquí un cuarto lleno de cajones vacíos, de quinqués desvencijados, de montones de periódicos de desecho y de vasijas quebradas; más allá un tabuco con honores de secretaría, conteniendo un estante de pino con papeles y algunos libros de cuentas, cuatro sillas ordinarias y una mesa con tapete verde, cartapacio de badana y escribanía de azófar; un saloncillo después con una mesa larga con media docena de periódicos encima y buen número de sillas alrededor, un armariote entre dos huecos de la pared con algunos libros maltratados y varias colecciones de la Gaceta, un reló de caja en un testero, y en el de enfrente un calendario debajo de un gran anuncio encuadrado de los chocolates de Matías López, y dos quinqués, con reflectores de latón, colgados del techo sobre la mesa.
La mesa ofrecía un aspecto elegante, armonioso. La luz, que caía de dos grandes lámparas con reflectores, hacía resaltar los vivos colores de las flores y las frutas, la blancura del mantel, el brillo del cristal y la porcelana. Sin embargo, esta luz, demasiado cruda, hace daño a la belleza de las damas, las desfigura como un aparato fotográfico.
Cada noche era más débil el alumbrado en las calles. El cielo, en cambio, estaba rayado incesantemente por las mangas de luz de los reflectores. El miedo á una agresión aérea venía á aumentar las inquietudes públicas. Las gentes medrosas hablaban de los zeppelines, atribuyéndoles un poder irresistible, con la exageración que acompaña á los peligros misteriosos.
La una de la madrugada. Me apresuro á sentarme en el vacío todavía caliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantándome á otros rivales que también lo desean. Llevo cuatro horas de paseo incesante en la noche caliginosa. Sobre los tejados pasan las mangas blancas de los reflectores, regleteando de luz el ébano del cielo.
Palabra del Dia