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Eran pasadas las once de la mañana cuando Ramiro y su criado dejaron la ciudad, tomando, hacia la izquierda, el camino exterior que corre, por la parte de Mediodía, al pie de los muros. El muchacho caminaba por delante con el gesto despejado y feliz, y aunque llevaba el estómago más hueco que un atambor, su instinto atisbaba cierto olorcillo de aventura que hacía para él las veces de sustento.

Los paraderos donde la diligencia se habia detenido sucesivamente eran tan detestables que yo no habia podido tomar alimento ninguno de provecho. Los garbanzos cocidos, las habas guisadas, el tocino y los chorizos me perseguian sin misericordia; y aunque algunos vasos de vino de Aranda y de Toro me habian confortado un poco, tenia la pena de no poder entretener el apetito con el cigarro por consideracion á la sobrina del buen cura. Ello es que yo tenia una hambre de primer órden, que se avivaba con cierto olorcillo á buen queso y exquisita conserva de melocoton que se escapaba de la maleta del cura.

El lomo de cerdo, con las primeras habas de la cosecha, tiernas y jugosas, formando un puré, cuyo olorcillo causaba en el estómago una sensación voluptuosa; los lagostinos, con casaquillas de escarlata y la puntiaguda caperuza, doblándose como clowns rojos sobre un lecho de excitante salsa; los pollos, despedazados, hundidos en el rosado caldo del tomate, y después las rodajas de salchichón a centenares, un jamón entero cortado en gruesas lonjas, y una enorme pirámide de huevos cocidos, con la cáscara teñida de rojo o amarillo; todo con una abundancia capaz de anonadar al estómago más animoso.

Sabes tan bien como yo que Lacante es de una familia de las más modestas y que ha conocido en su juventud la estrechez y las vulgaridades de las existencias necesitadas, la fealdad de los mueblajes de ocasión y el olorcillo de las alcobas demasiado pobladas, en las que se mezclan las emanaciones de las camas con las de la cocina.

Las azucenas, con su túnica de blanco raso, erguíanse encogidas, medrosas, emocionadas, como muchachas que van a entrar en el mundo y estrenan su primer traje de baile; las camelias, de color de carne desnuda, hacían pensar en el tibio misterio del harén, en las sultanas de pechos descubiertos, voluptuosamente tendidas, mostrando lo más recóndito de la fina y rosada piel; los pensamientos, gnomos de los jardines, asomaban entre el follaje su barbuda carita burlona cubierta con la hueca boina de morado terciopelo; las violetas coqueteaban ocultándose para que las denunciase su olorcillo que parecía decir: «¡Estoy aquí!»; y la democrática masa de flores rojas y vulgares extendíase por todas partes, asaltaba las mesas, como un pueblo en revolución, tumultuoso y desbordado, cubierto de encarnados gorros.

La lavandera los admiró a su sabor, y admirándolos se fue poco a poco hacia un sitio de donde salía un rico olorcillo de viandas muy suculento y delicioso. De esta suerte llegó a la cocina; pero ni jefe, ni sota-cocineros, ni pinches, ni fregatrices había en ella; todo estaba desierto, como el resto del palacio.

No se atrevieron, sin embargo, a encender fuego por no llamar la atención de los salvajes que pudiera haber en aquellos espesos bosques, y se contentaron con comer galletas y sardinas ahumadas, a las que agregaron varios durions, frutas exquisitas, grandes como la cabeza de un hombre y erizadas de espinas muy agudas por fuera, pero que encierran una pulpa blanca delicada y de sabor exquisito, superior al de la piña y el mango; pero que tiene un olorcillo a madera quemada que desagrada mucho a los no acostumbrados a él.

Metiose por el zaguán el familiar con su negra cohorte de alguaciles, y dio por cierto lo que de aquella casa endemoniada se había dicho a la Inquisición, cuando vio que, en efecto, los criados eran muy pálidos y muy serios y muy graves, y le vino de ellos un olorcillo como de tumba y cosa del otro mundo; y mucho más cuando, avisada la dueña de la casa, y levantada de prisa, porque reposaba, y mal recogidos los cabellos de oro bajo una toquilla, y vestida de blanco, salió al estrado, donde el familiar la esperaba armado de severidad y resuelto a llevarla presa, a poco que viera en ella que le confirmase en las brujerías que a aquella señora ociosos maldicientes achacaban; y ver a doña Guiomar y creerse cogido por los cabezones el familiar, fue todo en un punto; porque verla y entrarle un tal temblor que si hubiera tenido cascabeles en las piernas hubiera causado más ruido que un tiro de mulas al trote, fue un punto mismo; y secósele el paladar, y quedósele la lengua fría, y se le anudó la voz en la garganta; que en todos los días de su vida él no había visto una más garrida moza, ni más gentil dama, ni más peregrina hermosura.

En la una, las patatas amarillentas, los reventones garbanzos sacando fuera del estuche de piel su carne rojiza, la col, que se deshacía como manteca vegetal, los nabos blancos y tiernos, con su olorcillo amargo; y en la otra fuente las grandes tajadas de ternera, con su complicada filamenta y su brillante jugo; el tocino temblón como gelatina nacarada; la negra morcilla reventando, para asomar sus entrañas al través de la envoltura de tripa; y el escandaloso chorizo, demagogo del cocido, que todo lo pinta de rojo, comunicando al caldo el ardor de un discurso de club.

En las manos sentía el calor de los brazos desnudos que acababa de tocar, ante los ojos creía tener aún el escote tentador, y el olorcillo a hembra le andaba escarabajeando en el olfato, como el dejo de una sensación gratísima.