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Eran estocadas que apenas parecía sentir el animal. Su terror a ser cogido si alargaba el brazo le hacía quedarse lejos, hiriéndolo solamente con la punta de la espada. Unos estoques se desprendían apenas hundidos en la carne; otros quedaban fijos en el hueso, pero descubiertos en su mayor parte, cimbreándose con los movimientos de la fiera.

4 Los carros del Faraón y a su ejército echó en el mar; y sus escogidos príncipes fueron hundidos en el mar Bermejo. 6 Tu diestra, oh SE

La nariz era más prominente y afilada; los ojos brillaban hundidos en los círculos negruzcos de sus cuencas. Estos ojos empezaron á mirar al capitán humildes y suplicantes. ¡! exclamó Ulises con extrañeza . ¡!... ¿Qué vienes á hacer aquí?... Freya habló con una timidez de sierva.

¡Y bien! ¡o vienen balas, o somos hundidos como perros! gritó Kernok al maestro Durand tan pronto como le vio aparecer sobre el puente. ¡No queda ni una! dijo el doctor rechinando los dientes. ¡Que mil millones de rayos se lleven al brick! ¡y no tener nada, nada, para recibir a los ingleses que van a abordarnos! ¡Mira! ¡voto a tal! ¡mira!...

Parecía haber enflaquecido desde la víspera, y sus cabellos, antes entrecanos, estaban completamente blancos. Alrededor de sus ojos hundidos y excitados por una fiebre ardiente, había un círculo rojo. Francisco Martínez Montiño había llorado mucho. Primero por su dinero: después por su mujer y por su hija. Os he esperado con impaciencia, Montiño le dijo con severidad el duque.

En el primer momento la fisonomía del Príncipe Zakunine había permanecido sin expresión; parecía que éste no hubiera oído, o que no hubiera comprendido; pero, poco a poco, una amarga e irónica contracción de los labios, un encogimiento de las cejas sobre los ojos de pronto hundidos y casi risueños, animados por una risa casi dolorosa, revelaron la sensación de estupor, de incredulidad y en cierto modo de diversión, que tan inopinado cargo despertaba en su ánimo.

Siguiendo la dirección de los filamentos hundidos en el agua, creyó ver un objeto negro que flotaba á pocos metros de la superficie. Agarró una piedra, arrojándola en el mar con una fuerza que hizo surgir chorros de espuma. Pero en vez de obtener su deseo, un nuevo cable se elevó amenazante sobre las aguas.

Ninguno de los frailes, sus compañeros, notaba ni por indicios el tormento infernal que desgarraba el corazón del ambicioso Fray Miguel, y que para un observador perspicaz y que sintiese por él algún afecto, se vislumbraba en su pálido y demacrado rostro, en las muecas nerviosas y como de réprobo que involuntariamente hacía de vez en cuando, y en el brillo calenturiento de sus hundidos negros ojos, a los cuales, así como a la despejada y blanca frente, daba casi siempre sombra la capucha.

Aquel ser menudo, velloso, de ojillos vivos y hundidos, con su sombrero grasiento y su capa raída había excitado ya la curiosidad de los actores. Le contempló unos instantes en silencio, y después sin dignarse responder le volvió la espalda. Pero no dejó de comunicar al momento el lance con la dama joven.

Entre la fábrica de aserrar y la primera hoguera, en la compuerta de la esclusa, se hallaba sentado el zapatero Jerónimo de San Quirino, un hombre de cincuenta a sesenta años, de cara larga y curtida, ojos hundidos, nariz gruesa, orejas cubiertas con un gorro de piel de nutria y barba rubia y puntiaguda que le llegaba hasta la cintura.