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Nacidos en la clase más humilde, habían luchado solos en edad temprana por salir de la ignorancia y de la pobreza, viéndose a punto de sucumbir diferentes veces; mas tanto pudo en ellos el impulso de una voluntad heroica, que al fin llegaron jadeantes a la ansiada orilla, dejando atrás las turbias olas en que se agita en constante estado de naufragio el grosero vulgo.

Era en la parroquia de San Isidro, un templo severo, grande; el recinto estaba casi en tinieblas; tinieblas como reflejadas y multiplicadas por los paños negros que cubrían altares, columnas y paredes; sólo allá, en el tabernáculo, brillaban pálidos algunos cirios largos y estrechos, lamiendo casi con la llama los pies del Cristo, que goteaban sangre; el sudor pintado reflejaba la luz con tonos de tristeza. El Obispo hablaba con una voz de trueno lejano, sumido en la sombra del púlpito; sólo se veía de él, de vez en cuando, un reflejo morado y una mano que se extendía sobre el auditorio. Describía el crujir de los huesos del pecho del Señor al relajar los verdugos las piernas del mártir, para que llegaran los pies al madero en que iban a clavarlos. Jesús se encogía, todo el cuerpo tendía a encaramarse, pero los verdugos forcejeaban; ellos vencerían. «¡Dios mío! ¡Dios mío!», exclamaba el Justo, mientras su cuerpo dislocado se rompía dentro con chasquidos sordos. Los verdugos se irritaban contra la propia torpeza; no acababan de clavar los pies.... Sudaban jadeantes y maldicientes; su aliento manchaba el rostro de Jesús.... «¡Y era un Dios! ¡el Dios único, el Dios de ellos, el nuestro, el de todos! ¡Era Dios!...» gritaba Fortunato horrorizado, con las manos crispadas, retrocediendo hasta tropezar con la piedra fría del pilar; temblando ante una visión, como si aquel aliento de los sayones hubiese tocado su frente, y la cruz y Cristo estuvieran allí, suspendidos en la sombra sobre el auditorio, en medio de la nave. La inmensa tristeza, el horror infinito de la ingratitud del hombre matando a Dios, absurdo de maldad, los sintió Fortunato en aquel momento con desconsuelo inefable, como si un universo de dolor pesara sobre su corazón. Y su ademán, su voz, su palabra supieron decir lo indecible, aquella pena.

Pero ni derramó lágrimas ni la vida se escapó de su cuerpo ante esta afrenta, como era su deseo... Se vió con los dos cubos en las manos llenándolos en el foso, yendo luego á lo largo de la fila de hombres, que abandonaban el fusil para sorber el líquido con una avidez de bestias jadeantes. Ya no le causaba miedo la estridencia de los cuerpos invisibles.

Árboles no muy grandes, plantados en fila, tristes y con poca salud, si bien con muchos pájaros, dejan caer uniformes discos de sombra sobre el suelo de arena, sin una hoja, sin una piedra, sin un guijarro, llano y correcto cual alfombra de polvo. Como treinta individuos vagan por aquel triste espacio; los unos lentos y rígidos como espectros, los otros precipitados y jadeantes.

Jadeantes, miserables, cubiertos de polvo que en lodo convertía el sudor, sentían derretirse sus cerebros, flotar luces en el espacio, manchas rojas en el aire.

Sonaban los golpes del acero y el ¡haup! ¡haup! de los acompañantes con una regularidad mecánica, interrumpidos algunas veces por el ¡brrr! de los barrenadores, que al respirar jadeantes, parecían escupir su cólera sobre la piedra enemiga.

Los caballos, fatigados por aquella rápida carrera, estaban jadeantes y cubiertos de sudor. Mathys saltó al suelo y llamó; la puerta se abrió en seguida. Veo luz en la ventana. ¿La señora está despierta todavía? , señor, os está esperando le respondieron.

Al subir la escalera, despacio, se representaba en la mente, según su costumbre, lo que le había de decir Botín y lo que ella había de contestarle. Decididamente le pondría cara de perro; él echaría su sermón de costumbre sobre el escándalo, y después se aplacaría. Llegaron jadeantes al piso segundo. Don José, que cargaba a Riquín dormido, iba detrás pitando todavía.

Maltrana le veía también en las inmediaciones de los Cuatro Caminos, entablando conversación con los guardas de Consumos, entrándose en los merenderos para hablar de Dios a los que formaban círculo en torno del plato de gallinejas y el frasco de vino o a las parejas que, enlazadas por la cintura, descansaban en un banco, sudorosas y jadeantes por las vueltas que acababan de dar al compás del piano.

Cuando jadeantes como perros llegaron al portón del corral, la mujer que allí estaba partiendo leña, con solo mirarles al rostro, adivinó lo que les había pasado. No salió fallida la esperanza de Pateta. Un instante después él y su compañero estaban ocultos en el anchuroso pajar, lleno de liazas, aperos de labranza y montoncillos de semillas, que ocupaba toda la parte alta de la casa.