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La muchedumbre callaba como los grandes públicos de las plazas de toros, cuando se aproxima la suerte decisiva. El tamborilero hacía sonar sus instrumentos como en un valle desierto. La gran masa hizo un paso adelante, y casi rompió la cuerda, cuando los dos barrenadores salieron al espacio libre.

La dura necesidad de ganarse el pan con el trabajo físico, hacía del vigor un culto, convertía en diversión los alardes de resistencia de los más fuertes, admiraba como héroes á los grandes partidores de leña ó á los expertos barrenadores, y para dar carácter de fiesta á todos los esfuerzos del músculo en el diario trabajo, asociaba á sus juegos al buey, manso y sufrido compañero de la miseria campestre.

Le llevaban con ellos á las pruebas de bueyes y las apuestas de barrenadores, fiestas brutales que organizaban en todos los pueblos de la provincia, cruzando apuestas de muchos miles de duros. La noche anterior, Aresti se había acostado tarde.

Los dos se despojaron de boinas y alpargatas y con los pies desnudos subieron sobre las piedras, en las cuales estaban marcados los redondeles que debían perforar. El trabajo duraría dos horas: el que antes lo terminase ó llegase más adelante sería el vencedor. Colocáronse ambos barrenadores, cada uno sobre su piedra, con las piernas juntas y los talones tocándose.

Marcaban el número de perforaciones que los dos barrenadores harían en la piedra y la duración de la apuesta. Olvidaban las minas y el malestar de los obreros, para no pensar más que en este desafío de destreza y vigor. Era la apuesta más famosa de cuantas habían concertado aquellos hombres, en su afán de arriesgar al dinero que con tanta facilidad llegaba á sus manos.

La apuesta era la pasión más vehemente, el placer más vivo de los ricos encerrados en la montaña. Las pruebas de bueyes y los desafíos de barrenadores hacían que se cruzasen enormes cantidades. Era el culto á la fuerza, la adoración á la brutalidad, con todos los encantos del juego de azar.

Salieron los leñadores con el hacha al hombro, saltando la cuerda, confundiéndose con el gentío que comentaba los incidentes de la lucha, y otra vez sonó el pito y el tamboril, mientras las yuntas de bueyes arrastraban al centro de la plaza dos enormes piedras. Llegaba el momento emocionante, la hora del suceso que había atraído á Azpeitia tanta gente. Iba á comenzar la lucha de los barrenadores.

Sonaban los golpes del acero y el ¡haup! ¡haup! de los acompañantes con una regularidad mecánica, interrumpidos algunas veces por el ¡brrr! de los barrenadores, que al respirar jadeantes, parecían escupir su cólera sobre la piedra enemiga.

Lo más interesante de la fiesta, las luchas de los aizkoralaris ó partidores de leña y la apuesta de los barrenadores, quedaba para la tarde. Aresti y sus amigos comieron en el casino del pueblo, alarmando á los del país con los taponazos del champagne y la exhibición de las carteras repletas de billetes que arrojaban sobro las mesas con afectado desprecio.

Tratábase de saber quién sería capaz de tragarse más sopas de leche, si los galgos enjutos é insaciables de uno de los contratistas ó los barrenadores de otro, muchachotes fornidos de Castilla, de estómago sin fondo, que nunca creían llegado el momento de levantarse de la mesa. Toda la gente desocupada del distrito acudió á presenciar el espectáculo.