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El sueño está virgen aún: sus montañas repletas de oro, sus valles húmedos de savia vigorosa, las faldas de sus cerros ostentan al pie el plátano y el cocotero, el rubio maíz en sus declives y el robusto café en las cumbres. ¡Gente de paz!

Entonces Gaspar Vela Núñez o Gonzalo de Ahumada, llegados recientemente del Perú, referían cosas de América: alimañas y frutos fabulosos, segundones miserables enriquecidos de súbito por algún tesoro enterrado, huacas repletas de joyas, victorias enormes en que la sangre enjabonaba los dedos y era preciso encordelar la espada y la pica para que no se escurriesen.

En las otras tribunas, poco antes repletas de curiosos para contemplar el pugilato de primera hora, sólo quedaban los forasteros, mirando abajo con expresión de asombro, deslumbrados por los fantásticos trajes de los maceros y con el propósito firme de no moverse hasta que los despidieran.

Empezó á preocuparse de su castillo de Villeblanche. Todo lo que poseía en París le pareció repentinamente de escasa importancia comparado con lo que guardaba en la «mansión histórica». Sus mejores cuadros estaban allá, adornando los salones sombríos; allá también los muebles arrancados á los anticuarios tras una batalla de pujas, y las vitrinas repletas, los tapices, las vajillas de plata.

El general, por su parte, seguía la política de Butrón, barrer para dentro, y calculaba ya las copiosas sangrías que, en nombre de los conspiradores, podría hacer su espada victoriosa en las repletas arcas de los consortes López Moreno.

Explotada por los valerosos plantadores del pasado, no tardó, como todas las Antillas, como las dos Américas, en ser uno de los principales mercados para el comercio de ébano animal; las costas de la Senegambia, de la Guinea y del Cabo, suministraban esclavos en abundancia a los atrevidos corsarios de las interminables guerras de los siglos XVI, XVII y XVIII. Estos, cuando las presas faltaban, ponían rumbo al África y volvían con las bodegas repletas de la negra mercancía... Recuerdo que una noche, a bordo del Ville-de-Brest, conversaba con un médico que se dirigía a Panamá, contratado para el servicio sanitario de los trabajos del canal.

Las cárceles del castillo de Triana estaban repletas de infelices presos que aguardaban la muerte más ó menos próxima, siendo muchas también las mujeres que allí gemían en los lóbregos calabozos, y las cuales, sin consideración alguna y contra todo sentimiento de humanidad, eran tratadas cruelmente por los negros carceleros.

Una vez decidida la dama a dar el baile de trajes, la gran fiesta de ancha base en que habían de bailar pêle-mêle tirios y troyanos, rancios personajes que figuraban en la Guía y plebeyos burgueses empinados por la Revolución, era necesario encontrar algo nuevo, algo sorprendente que fuera el clou de la fiesta y dejase con la boca abierta a los pobrecillos profanos, a los Martínez y comparsa, convidados espurios que hubiera dicho el tío Frasquito, que cuidaría muy bien ella de barrer de sus salones en cuanto la caritativa empresa de socorrer a los heridos del Norte hubiera dado un buen tanteo a sus repletas bolsas.

En los caminos chirriaban los ejes de los carros balanceando sobre los baches sus montones de dorados frutos; sonaban en los grandes almacenes los cánticos de las muchachas encargadas de escoger y empapelar las naranjas; retumbaban los martillos sobre los cajones de madera, y en oleadas de tráfico salían hacia Francia e Inglaterra las hijas del Mediodía, aquellas cápsulas de piel de oro, repletas de dulce jugo que parecía miel del sol.

Encontraba un tesoro inmenso, cientos de vasijas sepulcrales repletas de oro. Salvaba al ejército en una terrible sorpresa. Ganaba él mismo numerosas batallas. Era hecho Virrey... Al día siguiente un alguacil de la Santa Inquisición diole, en su propia mano, una cédula por la cual se le llamaba a testificar, por segunda vez, en el proceso de los moriscos.