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Los hombres tiraban de sus cucharas de cuerno, formando amplio círculo en torno de él. Eran tantos, que para no estorbarse se mantenían a gran distancia del lebrillo. Cada cucharada era un viaje. Debían avanzar, encorvarse sobre el barreño, que estaba en el suelo, coger la cucharada y retirarse a la fila para devorar las sopas, de una tibieza repugnante.

Mientras los unos persistían en el tema, aunque con ciertos rodeos y miramientos, y el otro escurría el bulto, como decirse suele, una mocetona preparaba al fuego un perol de sopas de ajo, media arroba de lomo y otras menudencias por el estilo, que siempre abundaban en casa de don Recaredo.

Pero, mira: prefiero mil veces estos abogados que no saben escribir con propiedad y corrección a esos sabios de nuevo cuño, como Venegas y Ocaña. Don Román engullía sopas y sopas. Bueno: ¿estás contento? , señor. Pues ya lo sabes; mañana, a las nueve, te presentas en la casa de Castro. ¿Mañana? No, tienes razón; mañana es día de fiesta, y pasado mañana día de Difuntos. Ya irás.

A cada instante decía Barbarita que no más, y tras de la colección de purés para sopas, iban las perlas del Nizán, el gluten de la estrella, las salsas inglesas, el caldo de carne de tortuga de mar, la docena de botellas de Saint-Emilion, que tanto le gustaba a Juanito, el bote de champignons extra, que agradaban a D. Baldomero, la lata de anchoas, las trufas y otras menudencias.

En diciendo esto se fué, y el pastor me puso luego al cuello unas carlancas llenas de puntas de acero, habiéndome dado primero en un dornajo gran cantidad de sopas en leche. Y asimismo me puso nombre y me llamó Barcino.

Era yo muchacho, vicioso y regalado, criado en Sevilla, sin castigo de padre, la madre viuda, cebado a torreznos, molletes y mantequillas y sopas de miel rosada, mirado y adorado más que hijo de mercader de Toledo, o tanto; hacíaseme de mal dejar mi casa, deudos y amigos, demás que es dulce amor el de la patria.

En resumen: que a él le importaba un bledo la tienda, y se burlaba de aquel comercio a la antigua, que sólo servía para que los hombres de capacidad financiera se matasen trabajando como unos burros, para comer sopas a la vejez. Justamente, en la época que don Antonio abandonaba su tienda, cada vez más atraído por los negocios, fue cuando Juanito comenzó a sentirse dominado por una preocupación.

O, mejor dicho, no: permanecerás en París bajo mi protección, conviviendo conmigo en la intimidad más estrecha. Quiero verte dichoso, casado con una mujer bonita y hacendosa, padre de dos o tres hermosas criaturas. ¡Sonríe, hombre, sonríe! ¡Toma este plato de sopas! ¡Gracias, señor L'Ambert. Guardaos esas sopas; ¿para qué las he de tomar? ¡Hay tanta miseria en el mundo!

Pues qué, ¿es el campo de las letras dehesa de pasto para toda clase de pecus, ó jardín frondosísimo donde sólo los más delicados ingenios pueden hallar deleites y amenidades? Id, cocineros del pensamiento, á condimentar vulgares sopas y no sabrosos platos; que no es dado á tan groseras manos preparar los exquisitos manjares que se sirven en el ágape de los dioses

Tras de la cólera y la confusión vino el abatimiento, y se sentía tan rendida físicamente como si hubiera estado toda la mañana ocupada en alguna faena penosa. Quitose con pausa los trapitos domingueros que se había empezado a poner, y volvió a llamar a la mona para decirle: «No hagas más que unas sopas de ajo. El señoritingo no vendrá a almorzar, y si viene le acusaré las cuarenta».