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Le roman d'un jeune pauvre, cuya versión castiza ofrecemos en este volumen á los lectores de la Biblioteca, apareció en París en 1857.

Amigo, amigo... ¡no hay que darle vueltas! ¡El Melchor Cano de VillaverdeMi querida ciudad natal es pobre, paupérrima, como decía don Román. Una agricultura descuidada es para ella la única fuente de riqueza, gracias a las lluvias, que allí, como en Pluviosilla, no escasean. El suelo es fértil, pero le falta riego. El Pedregoso con su cauce hondísimo no basta para las necesidades de la tierra.

Pero, mira: prefiero mil veces estos abogados que no saben escribir con propiedad y corrección a esos sabios de nuevo cuño, como Venegas y Ocaña. Don Román engullía sopas y sopas. Bueno: ¿estás contento? , señor. Pues ya lo sabes; mañana, a las nueve, te presentas en la casa de Castro. ¿Mañana? No, tienes razón; mañana es día de fiesta, y pasado mañana día de Difuntos. Ya irás.

Es persona de buen juicio y de mucha experiencia, pero se trata de su hija, y no le será grato saber que Gabriela y yo somos a estas fechas sabrosísimo plato para los villaverdinos maldicientes. Pensará que yo he dado motivo para esas conversaciones». Andrés vino a cenar conmigo. Don Román pasó con nosotros la velada, y al siguiente día, muy de mañana, salí camino de la hacienda.

La primera es una representación dramática extraña de la visión del Apocalipsis; la segunda, en su argumento, es semejante á la tradición de Fausto, conocida probablemente en España poco antes de su composición. Un mancebo, llamado Román Ramírez, extraviado por su amor, sin esperanzas, á una beldad, prometida á otro, vende al diablo su alma por alcanzar con su ayuda el cumplimiento de sus deseos.

Hizo venir á Román Rouet y le interrogó detenidamente acerca de todos los perros grises que existían en el país. Un gran animal capaz de estrangular á Stop, decía el guarda, no, mi ama; no le conozco ni gris, ni negro, ni rojo. ¡Ah! Diantre! ¡qué desgracia no haber estado yo allí! ¡No correría por los caminos á estas horas! Pero, en fin; ¿usted no supone á quién podría pertenecer?

Y agregaba: Dios pagará a ustedes este buen rato.... ¡De veras, de veras, si me parece que tengo veinte años! Angelina y tía Pepilla nos dejaron para atender a la anciana que ya suspiraba por su lecho; don Román buscó el suyo, y Andrés se quedó conmigo en espera de Angelina y de mi tía que irían con nosotros a la misa del gallo. No tardaron en volver.

El criado, cumplidor de la ignominiosa orden, era un segundo mayordomo llamado Román, que desde su niñez servía en la casa. Desde que le conocí en El Escorial, aquel hombre me había inspirado inexplicable antipatía, y digo esto y además le nombro, para que mis lectores le tengan presente, por si figurase después un poco en los peregrinos sucesos de esta historia.

Pero yo no escuchaba los consejos de don Román, y repasaba las páginas más elocuentes de Chateaubriand, los versos más dulces de Lamartine, y me aprendí de memoria las mejores escenas del «Hernani», en una colección de comedias, traducidas por no quién.

Enfrente de don Román coloca el señor Pereda otro tipo, montañés de pura raza, y el mejor tipo de Pereda, el arbitrante Patricio Rigüelta, Maquiavelo de Campanario, como dijo aguda y felizmente un crítico.