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Los rivales de mi maestro, Jacinto Ocaña, el director de la «Escuela del Cura», y Agustín Venegas, el de la «Escuela Nacional», creyeron que el sonetista era el «pomposísimo», y al domingo siguiente, cuando esperaba yo elogios y aplausos, salió en «La Voz de Villaverde» un articulejo desentonado y cáustico, en que ponían a don Román de oro y azul. Corrí a verle: ¿Ya leyó usted? le dije al entrar.

En el pasillo ó antesala, que era bastante espacioso, habían puesto un pesado armario de roble ennegrecido, con columnas salomónicas, gruesas chapas de metal blanco en las cerraduras y bisagras, y en lo alto un óvalo con el escudo de la casa de Porreño y Venegas, el cual escudo consistía en seis bandas rojas en la parte superior, y en la inferior tres veneros relucientes sobre plata y verde, además de una cabeza de sarraceno, circuído todo con una cadena y un lema que decía: En la Puente de Lebrija peresci con Lope Díaz.

Luisa se ha quedado para vestir santos. Ocaña se metió a tinterillo. Venegas renunció la «Escuela Nacional», se lanzó a la revolución, y ahora es diputado por obra y gracia de Tuxtepec. Buena memoria dejaron en Villaverde el doctor Sarmiento y mi buen maestro don Román. Todos se acuerdan de ellos, alaban sus virtudes, y se dicen amigos del uno y discípulos del otro.

Irala astuto, sabio, cauteloso, Del enfermo se hizo en este punto, Y por quedar él libre y ganancioso, Segun pude saber, y lo barrunto A Cáceres agudo y bullicioso, Le dice, con Venegas vaya junto, Y Cabrera, del Rey tres oficiales, Principio y causadores de estos males. El pueblo conmovieron ignorante, Y en odio le encendieron como brasa.

Don Tadeo le tomó mucho cariño: ¡eso ! No le hubiese tratado mejor aunque fuera hijo suyo. Lo único que me supo mal, fue lo de hacerle cura; pero no pude evitarlo. Si al menos fuera un cura como Muñoz Torrero o Venegas, o Martín Velasco... Calle Vd., por Dios, don José. ¿Curas liberales? ¡Son los peores!

La erigió en 19 de marzo de 1411, contra el muro de levante y en los tramos doce y trece de la última nave principal, acupando parte de las adyacentes, el canónigo y arcediano D. Gonzalo Venegas.

Repiques y disparos de morterete al amanecer, a medio día y a la caída de la tarde; procesión cívica a las once de la mañana; discurso de Jurado y versos de Venegas en la alameda de Santa Catalina, y fuegos artificiales en la Plaza principal, bautizada ese día con el nombre de «don Pancracio de la Vega». Este era el programa acordado por la R. Junta Patriótica, el cual, impreso en grandes pliegos de papel tricolor, fué repartido profusamente y fijado en todas las esquinas.

Dejamos atrás tambien la confluencia de este con el Guadajoz, y despues de algunas revueltas llegamos á la villa de Almodóvar, en cuyo formidable castillo sufrieron rigores de injusta saña D.ª Juana de Lara y Haro, señora de Vizcaya, por órden de su cuñado el rey D. Pedro el Cruel, y el esforzado señor de Luque D. Egas Venegas, con sus hijos y un hermano, por disposicion del prepotente D. Alvaro de Luna, como pago de sus heróicas correrías en tierras de moros.

Si hubiéramos de escribir a gusto de ellos, si hubiéramos de tomar su rigidez por valedera y no fingida, y si hubiéramos de ajustar a ella nuestros escritos, tal vez ni las Agonías del tránsito de la muerte, de Venegas, ni los Gritos del infierno, del padre Boneta, serían edificantes modelos que imitar. Por desgracia, la rigidez es sólo aparente.

Todo Villaverde sabe que hace quince días vieron salir, camino de Santa Clara, al ex-covachuelista de Castro Pérez, jinete en un corcel brioso, hecho un caballero andante. ¡Vaya! Dejó la pluma por la reata.... Venegas y Ocaña coreaban con ruidosas carcajadas las bromas del imberbe galeno, y Ricardo seguía abismado en la lectura. Después me hablaron de Gabriela.