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Finalmente, éste se partió y al cabo de dos ó tres meses se supo que estaba casado ya hacía años en Sevilla y separado de su esposa. Puede calcularse la estupefacción, el dolor, la indignación de aquella noble familia. D.ª Beatriz estaba en cinta. Su madre adoleció tan gravemente que antes de un mes pasó á mejor vida.

Pensando, como en una prueba de habilidad, en que no se había casado con ella, en que podía separarse de su negocio en cuanto fuese gravoso, se atrevió a comerciar con su hermosura y él mismo le puso delante la tentación.

No lo podía remediar: estaba en su naturaleza, en su doble condición de tenedor de libros y de galán joven, y así, ya casado y viejo, no veía mujer bonita en la calle sin que la siguiera y aun se propasase a decirle alguna palabreja.

En efecto, sus hijas se habían casado y nadie se las había devuelto quejándose de lesión enormísima. Si había habido algo, serían niñerías. Y la otra había muerto porque Dios había querido. Una tisis, la enfermedad de moda. Cuando se había tratado de sus hijas, al notar algún síntoma de peligro, siempre había puesto con franqueza y maestría el oportuno remedio, sin escándalo, pero sin rodeos.

Había devuelto la libertad a su amante. ¡El conde estaba casado, viajaba por restablecer la salud de su joven esposa y ni siquiera escribía a la pobre abandonada para darle noticias del pequeño! Acabó su discurso dejando caer sus dos brazos con un abandono lleno de elegancia. En fin añadió , aquí me tiene usted más sola que nunca, en esta ociosidad del corazón que no es para .

Viviremos juntos; de cuando en cuando oirás en mi cuarto alguna voz de mujer... ¡qué quieres!... Soy hombre... súfreme estos extravíos. Las mujeres me enloquecen, por eso he tenido el tino de no volverme loco por una sola: me he enloquecido por todas y no me he casado con ninguna; espero no caer en la tentación de hacerlo en los años que tengo.

En cuanto á los goces del hogar, eran nulos para él. No tenía hijos. Estaba casado con una mujercilla fea y vieja y de genio tan desapacible que nadie podría sufrirla si no poseyese la inagotable alegría de su consorte. Pero éste no sólo la sufría, sino que la amaba. Á todos sus regaños y asperezas respondía con alguna salida jocosa, y cuando esto no bastaba, un abrazo.

-Para eso será menester -replicó Sancho- que el escudero no sea casado y que sepa ayudar a misa, por lo menos; y si esto es así, ¡desdichado de yo, que soy casado y no la primera letra del ABC! ¿Qué será de si a mi amo le da antojo de ser arzobispo, y no emperador, como es uso y costumbre de los caballeros andantes?

Pues adelante replicaba el Conde. Así fué el oficial indicando varios nombres, hasta que dijo: Don Braulio González. ¿De dónde ha venido? preguntó el Conde. De Sevilla contestó el oficial. ¿Es casado? volvió a preguntar el Conde.

Pasaba mi padre los términos de la liberalidad, y rayaba en los de ser pródigo: cosa que no le es de ningún provecho al hombre casado, y que tiene hijos que le han de suceder en el nombre y en el ser. Los que mi padre tenía eran tres, todos varones y todos de edad de poder elegir estado.