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Los balcones mostrábanse colgados con antiguos tapices y mantones de Manila; las calles estaban entoldadas, con el pavimento cubierto por una capa de arena para que la carroza eucarística pudiera deslizarse sobre los agudos guijarros. En las cuestas, la custodia avanzaba trabajosamente. Sudaban, jadeantes, los hombres ocultos en el carro.

En lo que se había adelantado a su tiempo era en los pantalones, porque los traía muy cortos. Siempre llevaba guantes, hiciera calor o frío, fuesen oportunos o no. Para él siempre había el guante sido el distintivo de la finura, como decía, del señorío, según decía también. Además, le sudaban las manos. Aborrecía lo que olía a plebe. Los republicanitos tenían en él un enemigo formidable.

Imagínese tres mozas rubias y metidas en carnes, la falda corta, y sobre ella una blusa larga rayada que deja al descubierto unos brazos de blancura germánica y una pechuga a lo Rubens. Ayer pasé con ellas la tarde, viendo cómo sudaban las pobrecitas dándole a las planchas eléctricas y cómo reían al oírme hablar horas enteras sin entender una palabra.

La costumbre exigía que se cubrieran con sus prendas de ceremonia, con sus vestidos de invierno, encerrándose en ellos cual si fuesen cáscaras de dolor. Lloraban y sudaban bajo las envolturas, y al reconocer cada uno a los parientes que no había visto en algunos días, estallaba su pena con nuevo recrudecimiento.

Consagrada durante seis años a tirar un periódico rojo, subsistía en ella un resto, un dejo de la fiebre literaria que por tanto tiempo estuvo pasando entre sus rodillos y su tambor. Las cajas, donde yacía en pedazos de plomo el caos de la palabra humana, eran desvencijadas, polvorientas y sudaban tinta.

Cambiáronla de sitio un sinnúmero de veces, sin que llegase a quedar nunca a gusto de los dos. Sudaban, con la cara roja de fatiga, al mover y dar vueltas a este armatoste dorado en la estrechez de la habitación.

De aguja apenas sabía Amparo nada. La madre se resignó con la esperanza de colocarla en la Fábrica. «Que trabaje decía como yo trabajé». Y al murmurar esta sentencia suspiraba, recordando treinta años de incesante afán. Ahora su carne y sus molidos huesos se tendían gustosamente en la cama, donde reposaba tumbada panza arriba ínterin sudaban otros para mantenerla. ¡Que sudasen!

El altar mayor estaba adornado con los tapices del Tanto monta, los famosos paños de los Reyes Católicas, con emblemas y escudos, regalo de Cisneros a la catedral. El obispo auxiliar decía la misa, y él y sus diáconos ayudantes sudaban bajo las casullas y capas tradicionales, bordadas, recamadas, con gruesos y deslumbrantes realces, abrumadoras como armaduras antiguas.

Esta Santa Clementina, hablo de su capilla, es una deshonra del arte, la ignominia de la catedral de Vetusta. Calló un momento para limpiar el sudor de la frente y del cogote con el pañuelo perfumado de Obdulia, porque el suyo estaba empapado tiempo hacía en elocuencia liquefacta. Los Infanzones sudaban también. El marido tenía en la cabeza una olla de grillos.

Por un lado del tren, se abarcaba el vertiginoso movimiento de la ría con sus barcos y fábricas: por la ventanilla opuesta, admirábase la paz de los campos, el trabajo cachazudo y tranquilo de los aldeanos, removiendo la tierra arcillosa. Las mujeres, con la falda atrás y las piernas desnudas, sudaban dobladas sobre el surco.