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Actualizado: 13 de junio de 2025


Hubo, pues, de parar en seco a dos pasos de y los dos caballos, jadeantes, cubiertos de espuma se encabritaron como si hubieran tenido el sentimiento de que sus jinetes querían pelear. Creo en verdad que Magdalena y yo nos miramos con cólera, a tal punto aquel juego extravagante mezclaba la excitación y el reto respecto de otros sentimientos intraducibles.

Algunas se presentaban arreboladas y jadeantes por el apresuramiento, temiendo haber llegado tarde al espectáculo... Un inmenso grito: «¡Ya viene!... ¡Allí estáMiles de manos señalaban un punto vago en el horizonte.

Este momento creía yo que se debía aprovechar para atravesar la barra; pero los hombres estaban rendidos. Yo empecé a ver la cosa mal; los hombres se encontraban jadeantes, demasiado cansados para hacer un esfuerzo verdadero y eficaz. Nuestra inquietud iba en aumento; la moral de nuestros remeros desfallecía. A me sostenía la idea de la responsabilidad.

Los médicos aturdían la casa, ordenando remedios desesperados; los parientes llegaban ávidos y jadeantes, con el azoramiento de la inesperada noticia. Al día siguiente murió la señora. La familia trató a Maltrana con cierta benevolencia, haciéndole partícipe de sus acuerdos para el entierro. Todos ignoraban la voluntad de la muerta.

Sólo me rendía ante el piano eterno que pasaba a mi lado sobre el hombro dolorido de diez indios jadeantes. Arriba, pues.

Los balcones mostrábanse colgados con antiguos tapices y mantones de Manila; las calles estaban entoldadas, con el pavimento cubierto por una capa de arena para que la carroza eucarística pudiera deslizarse sobre los agudos guijarros. En las cuestas, la custodia avanzaba trabajosamente. Sudaban, jadeantes, los hombres ocultos en el carro.

Interrogaciones son estas que solo con hipótesis contestan las generaciones presentes. Jadeantes, rotos y hambrientos dirigimos la última mirada á la bóveda del calizo sarcófago, jamás hollado hasta entonces por planta europea, comprendiendo el placer de la libertad al divisar por la abertura de la peña las azules ondas que no encuentran dique hasta besar las arenas de las americanas playas.

El sosiego de algunas calles a las horas de más calor, el melancólico alarido de los que pregonan horchatas y limonadas, el paso tardo de los caballos jadeantes, las puertas de las tiendas encapuchadas con luengos toldos, más son para abatir que para regocijar el ánimo de quien también siente en su epidermis el efecto de una alta temperatura y en su espíritu la nostalgia de las playas.

Sentíanse arrebatados por la felicidad, envueltos en un torbellino de amor y sumidos en un sopor delicioso; sus miradas fundían en una sus dos almas; jadeantes decíanse: ¡te amo! y reavivado su vigor por estas mágicas palabras valsaban y valsaban vertiginosamente, de un modo insensato, y esperaban morir en aquel éxtasis, juzgándose lejos de este mundo, creyéndose ya en el Cielo.

Y el baile en el atrio lleno de luz, el templo sembrado de hojas de hinojos y espadaña que magullaron los pisotones, alumbrado, más que por los cirios, por el sol que puerta y ventanas dejaban entrar a torrentes, los curas jadeantes, pero satisfechos y habladores, el santo tan currutaco y lindo, muy risueño en sus andas, con una pierna casi en el aire para empezar un minueto y la cándida palomita pronta a abrir las alas, todo era alegre, terrenal, nada inspiraba la augusta melancolía que suele imperar en las ceremonias religiosas.

Palabra del Dia

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