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Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria, es decir, el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto donde jugaban sus hijos, la colonia descubierta y conquistada por sus ascendientes, el puerto donde amarraban su embarcación fatigada del largo viaje; el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia, sarcófago de sus mayores, habitáculo de sus santos y arca de sus creencias; la plaza, recinto de sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue nunca el eco de los cuentos con que las abuelas amansan la travesura e inquietud de los nietos; la calle, donde se ven desfilar caras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestra existencia, desde el pesebre de un animal querido hasta el trono de reyes patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose nuestra alma, como si el propio cuerpo no le bastara.

Entrando en el terreno fabuloso y supersticioso podríamos llenar muchas cuartillas con las narraciones que se relatan de la hermosa hija de Taga, á la cual atribuye la tradición el perfeccionamiento en la lira. Se cuenta en las islas, haberla visto aparecerse encima de su sarcófago en los malos tiempos, ahuyentando los huracanes con los sonoros ecos de su lira de oro.

Interrogaciones son estas que solo con hipótesis contestan las generaciones presentes. Jadeantes, rotos y hambrientos dirigimos la última mirada á la bóveda del calizo sarcófago, jamás hollado hasta entonces por planta europea, comprendiendo el placer de la libertad al divisar por la abertura de la peña las azules ondas que no encuentran dique hasta besar las arenas de las americanas playas.

Y el diputado acababa por reconocer que también estaba la opinión entre ellos, pero como la momia está en el sarcófago; inmóvil, dormida, agarrotada por duras vendas, ungida con el ungüento de la retórica y el correcto bien decir que considera como pecados de mal gusto el arrebato de la fe, el tumulto de la indignación. En realidad, todo iba bien.

Su fatalismo le impulsaba a sentarse allí. ¡Ojalá la catástrofe esperada fuese en aquel momento, y su cuerpo, arrastrado por el grandioso accidente, desapareciera en el fondo del mar, teniendo como sarcófago esta mole igual a la pirámide de un Faraón!... ¡Para lo que le esperaba en la vida!...

Mi gozo fué grande creyendo encontrarme con una momia de la familia real, mas, cual no sería mi desencanto cuando, abierto el sarcófago despues de infinitos trabajos, no encontré más que esta caja que ustedes pueden examinar. Y paseó la caja á los que estaban en primera fila.

Ya veremos más adelante cómo este sueño ha sido también turbado recientemente en el imperial sarcófago de San Lorenzo, y cómo nosotros llegamos, por nuestra parte, á profanar asimismo con la mirada, en pública y sacrílega exhibición, la momia del invicto César.

El señor Baltet ha descubierto un sarcófago o alguna moneda muy rara, y quiere participárselo a mi madre... Es muy amable ha añadido, dirigiéndome una linda sonrisa. Yo también me he reído... Qué lejos está el señor Baltet de tal asunto de confidencias... Tan lejos como yo... He podido echar la vista encima a Francisca, durante un minuto. Estaba nerviosa, molesta e impresionable en exceso.

Os diré lo que hacían y esto es reservado, reservadísimo, pues si doña María supiese que ojos humanos habían visto a sus niñas en tales arreos, y que orejas de varón habían oído cantar seguidillas a una de ellas, reventara de pesadumbre, o se sepultaría para siempre, antes avergonzada que muerta en el sarcófago de sus mayores.

Le estrechó un momento la mano y desapareció dentro del portal, oscuro y profundo como un sarcófago. Salvador permaneció un rato en la puerta, mirando al hueco oscurísimo que se había tragado a su dama de aquella noche, y murmuró estas palabras: ¡Pobre señora!... sin duda está loca.