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Y siguió trabajando, pero con más ardor, sin levantar la cabeza, deseando acabar cuanto antes. El Menut miraba a todos fijamente y se encogía de hombros con cierta arrogancia, como si, rota ya su timidez, le costara trabajo volver a recobrarla. Tono fue el primero en vestirse y salió acompañado hasta la puerta por los buenos consejos del amo, que él agradecía con cabezadas de aprobación.

Entonces, sólo entonces se descomponía un poco; dejaba los ademanes acompasados, suaves, académicos, y encogía las piernas, se bajaba como un cazador en acecho, para disparar sobre el argumento contrario, daba palmadas rápidas, sin medida sobre el púlpito, se arrugaba su frente, se erizaban las puntas de acero que tenía en los ojos, y la voz se transformaba en trompeta desapacible y algo ronca.... Pero ¡ay! esto era perderse.

Y pensaba: «Todos son personas decentes, todos saben lo que se debe a mi casa, y en cuestión de peccata minuta... allá los interesados». Y encogía los hombros. Este criterio ya lo aplicaba cuando vivían con ella sus hijas. Entonces seguía pensando: Buenas son mis nenas; si alguno se propasa, las conozco, me avisarán con una bofetada sonora... y lo demás... niñerías; mientras no avisan, niñerías.

Tal vez el director decía: «¡Cristo!» y miraba con fingido enojo al trompa, y entonces ella encogía los hombros y mordía la punta de la lengua con picardía de colegiala, para decir enseguida, llena de abnegación: Maestro, maestro... senti, non e'colpevole, questo signore, sono io. ¡Qué música de voz! ¡Qué corazón!, pensaba Bonis, que entraba en el palco de sus amigos.

Frígilis era un estuco: en tratándose de cosas espirituales ya se sabía que no había que contar con él. Ni el verano le sofocaba, ni el invierno le encogía: era un marmolillo. ¡Y a su mujer y al Magistral el estío de Vetusta, aquella tristeza de calles y paseos no les disgustaba!». Iba don Víctor al Casino: ni un alma. Algún magistrado sin vacaciones que jugaba al billar con un mozo de la casa.

Entonces, seguramente que don Bernardino no haría ascos a su candidatura, y las diferencias de familia quedarían olvidadas. Miraba a míster Robert y se encogía de hombros con lástima. No, no se vería él en ese espejo.

Todo esto vio Miguel con asombro y deleite. Su tío le llevó varios días al ensayo y le iba explicando minuciosamente lo que cada objeto del diminuto teatro significaba y para lo que servía. Los futuros intérpretes de Rossini y Donizetti le agasajaban mucho; pero una cosa no podía sufrir con paciencia, y era que todos al besarle o darle afectuosas palmaditas en el rostro le mostrasen compasión. ¿Dónde tienes a papá? En Sevilla, contestaba él. ¿Y qué fue a hacer a Sevilla? le preguntaban sonriendo. Miguel se encogía de hombros. ¿No fue a buscarte una mamá?

Uno de ellos, de grandes bigotes rubios y mejillas terrosas, miraba con los ojos empañados, como dominados por una horrible pesadilla; el otro, completamente doblado, con las manos azules y el hombro destrozado por la metralla, se encogía cada vez más y luego se enderezaba como sobresaltado, hablando en voz muy baja, como si estuviera soñando.

Vio con el mismo aspecto exterior cosas y personas al salir de su abstracción; pero una vida interna, ruidosa y móvil parecía haber nacido en las cosas hasta entonces inanimadas, mientras la vida ordinaria callaba y se encogía en las personas, como poseída de súbita timidez.

Todos pudieron ver como el Hombre Montaña se encogía sobre sus rodillas, cómo se encorvaba después con el rostro crispado por el dolor, pegando sus ojos á las dos ventanas para averiguar qué insectos malignos eran los que la habían picado venenosamente á través de dichos agujeros. Las señoras se asustaron al ver aquellos dos ojos enormes que las miraban con agresiva fijeza.