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No hay medio más eficaz de suavizar nuestros dolores, de aplacar nuestra cólera y arrojar el veneno de las pasiones que verlas reflejadas en el espejo de una obra de arte. Ninguna otra recompensa espero. Estoy plenamente satisfecho.

Era en la parroquia de San Isidro, un templo severo, grande; el recinto estaba casi en tinieblas; tinieblas como reflejadas y multiplicadas por los paños negros que cubrían altares, columnas y paredes; sólo allá, en el tabernáculo, brillaban pálidos algunos cirios largos y estrechos, lamiendo casi con la llama los pies del Cristo, que goteaban sangre; el sudor pintado reflejaba la luz con tonos de tristeza. El Obispo hablaba con una voz de trueno lejano, sumido en la sombra del púlpito; sólo se veía de él, de vez en cuando, un reflejo morado y una mano que se extendía sobre el auditorio. Describía el crujir de los huesos del pecho del Señor al relajar los verdugos las piernas del mártir, para que llegaran los pies al madero en que iban a clavarlos. Jesús se encogía, todo el cuerpo tendía a encaramarse, pero los verdugos forcejeaban; ellos vencerían. «¡Dios mío! ¡Dios mío!», exclamaba el Justo, mientras su cuerpo dislocado se rompía dentro con chasquidos sordos. Los verdugos se irritaban contra la propia torpeza; no acababan de clavar los pies.... Sudaban jadeantes y maldicientes; su aliento manchaba el rostro de Jesús.... «¡Y era un Dios! ¡el Dios único, el Dios de ellos, el nuestro, el de todos! ¡Era Dios!...» gritaba Fortunato horrorizado, con las manos crispadas, retrocediendo hasta tropezar con la piedra fría del pilar; temblando ante una visión, como si aquel aliento de los sayones hubiese tocado su frente, y la cruz y Cristo estuvieran allí, suspendidos en la sombra sobre el auditorio, en medio de la nave. La inmensa tristeza, el horror infinito de la ingratitud del hombre matando a Dios, absurdo de maldad, los sintió Fortunato en aquel momento con desconsuelo inefable, como si un universo de dolor pesara sobre su corazón. Y su ademán, su voz, su palabra supieron decir lo indecible, aquella pena.

Obscuros instintos servían de guía a la gran masa para seleccionar sus afectos, fraccionándose en grupos de dos seres, según las afinidades de sus gustos o las ocultas atracciones reflejadas en los ojos. Se modelaba aquella noche el boceto de lo que iba a ser esta sociedad lejos del resto de la tierra, vagabunda sobre una cáscara de acero en el desierto de los mares.

La sociedad histórica tiene hasta hoy dos revelaciones capitales: la sociedad egipcia y la sociedad humana; es decir, la sociedad referida á la tradicion, y la sociedad referida á la misma sociedad. Estas dos transiciones históricas están reflejadas en todas las faces de la humanidad; por consecuencia en todas las faces de la mujer. Mujer asiática y mujer social: mujer religiosa y mujer política.

»¡Ah! ¡Si yo pudiese estrechar una mano cariñosa en esas horas de mudo arrobamiento que paso de pie ante mi balcón!... ¡si me fuese dable el ver reflejadas en una tierna mirada todas mis impresiones!... ¡si hubiese un alma a quien poder confiar mis pensamientos!... »Pero ¡ay!... mi destino no lo quiere. ¡Estoy condenado a vivir y morir solo!...