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Su deformidad incipiente no era tal que le privara de los encantos de la niñez, antes bien daba risa verle erguir su cabezota con cierto aire de valentía, como un hijo de Atlante predestinado a superar a su padre en la facultad de cargar grandes pesos. «Deje usted al niño... Riquín, hijito; vas a irte un rato con Ramona... ¡Ramona!». Pero no le valieron sus artimañas.

De repente oyó el golpe de la puerta cerrándose con violencia. Todos, menos la doncella, habían salido. Capítulo VIII Entreacto en la calle de los Abades «¿A dónde vamos? preguntó Isidora cuando salieron a la calle. ¡Qué pregunta!... A mi casa replicó don José, estrechando a Riquín entre sus brazos con ardiente cariño . Abades, 40. No parece sino que hemos de quedarnos en la calle.

En el comedor, D. José y la doncella asistían a Riquín, que había vomitado, y reclinando su hermosa cabeza grande sobre el hombro de Relimpio, se quejaba con agitada somnolencia. «Le ha hecho daño la comida dijo el tenedor de libros. Tiene algo de calentura» indicó la doncella, tocándole las mejillas. Isidora le examinó. Sus lágrimas volvieron a correr

Venga la peseta. Tome usted la peseta. Otra para el papel del recibo..., porque no te pienses que te los voy a dar sin recibo. ¿Otra peseta?... Ahí va. Váyase usted pronto. ¡Ay!, ¡qué día está! dijo Isidora mirando con tristeza al balcón, cuyos cristales, azotados por la lluvia, sonaban con estrépito de perdigonada. ¡Si fueran monedas de cinco duros...! Voy a dar un beso a Riquín.

A los tres o cuatro días de estar allí, el espíritu de Isidora se adaptaba mansamente a la regularidad placentera de la casa, a la poca luz, al olor de badana, a la vista de los feos objetos, y notaba en una tranquilidad, un gozo que hasta entonces le fueron desconocidos. Riquín hizo tan buenas migas con los dos chicos de Emilia, como si se hubieran criado en la misma cuna.

Las demás atenciones eran acompañarlos a paseo por el Retiro, y comprar dulces y juguetes a Riquín y darles de noche larga y cariñosa tertulia. ¡Era blandamente obsequioso con Isidora y la miraba con manifiesta intención de decirle algo delicado y difícil...! A veces, en los largos paseos que daban, iba Juan Bou callado y suspirante. Parecía que su misma fiereza nutría su timidez.

Botín es un verdugo: no la deja salir de casa; no la deja asomarse al balcón... Te digo que me gustaría que el señor Botín y yo nos viéramos un día las caras... Yo soy padrino de tu hermana, yo soy su segundo padre, y debo velar por ella... ¡Luego el pobre Riquín estará tan solo, extrañará tanto no verme a todas horas y no jugar conmigo, como antes!... Porque has de saber que Riquín no quiere a nadie más que a ; me quiere más que a su propia madre.

Esta y Encarnación, que alzó en sus brazos a Riquín, se colocaron en la embocadura del callejón de San Ginés, lugar donde no era grande la aglomeración de gente, con la ventaja de una retirada segura en caso de corrida o apretujones. «Todavía es temprano.

Tal cosa había quedado en la tercera gaveta de la cómoda; tal otra en el armario de luna... Pero ya no había remedio. Por cada objeto que no tenía, Isidora echaba a volar media docena de suspiros, encargados de transmitir su desconsuelo a las insondables esferas de lo pasado. Riquín parecía mejor.

«Don José dijo resuelta . Cargue usted a Riquín. Envolvedlo bien en un mantón. Nos vamos ahora mismo. ¡Ahoraexclamó D. José con espanto. En la puerta del comedor apareció Botín. Después se paseó en el pasillo. Si Isidora estuviera fuerte en Mitología, le habría comparado al Minotauro vagando por las obscuras galerías del laberinto de Creta.