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Aunque el señor de Pavol no me apremiaba para que aceptase alguno, me demostraba, sin embargo, las ventajas de cada uno de ellos e insistía algo, para que yo por lo menos consintiese en tratar a mis enamorados.

Algunas veces, cuando los pretendientes eran muchos y apremiaba el tiempo, la atlota hablaba con dos a la vez, haciendo esfuerzos de habilidad para no dar la preferencia a uno sobre otro... Así continuaban los cortejos hasta que ella manifestaba su preferencia por un atlot, sin tener en cuenta la voluntad de sus padres. En esta corta primavera de su vida, la mujer era reina.

Quedaba el consentimiento del padre, y la madre apremiaba este detalle. La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía una sanción social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro suegro de su hija. Y sobre todo, la sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral burguesa, a doblar las rodillas ante la misma inconveniencia que despreció.

Y como si fuese su dueño, la apremiaba con mandatos, unas veces suplicantes, otras imperativos: «Ven... ven». Hablaba de la hermosura de su «cabina» en el mismo piso de los camarotes de lujo, de su techo alto, de la amplitud de su espacio, con profunda cama y anchuroso diván. Pretendía deslumbrar con estas comodidades del tugurio flotante a la pobre amiga, que iba instalada en las cámaras más profundas y obscuras, cerca de la línea de flotación. «Ven... venPodrían hablarse allí sin temor de ser sorprendidos; cruzar sus besos tranquilamente.

Declaró el preopinante que era la pura verdad todo cuanto yo había dicho; añadió en respuesta a una pregunta que alguien le hizo, que el hombre del chirlo en la cara había vivido en el lugar con el nombre, indudablemente supuesto, de Pedro González que constaba en su cédula personal, y que con ése se le había registrado, ya muerto, en el libro correspondiente; alegréme yo de ello, y de seguro se alegraría Facia, que lo oía, mucho más... y se acabó aquella conversación sin meternos en otra nueva, porque se había acabado también la comida, apremiaba el tiempo y tenían mucho que andar los comensales forasteros para volver a sus hogares los unos, y los otros para terminar su jornada.

Te estás matando decía Argensola . Bailas demasiado. La gloria de su amigo representaba nuevas molestias para él. Sus plácidas lecturas ante la estufa se veían ahora interrumpidas diariamente. Imposible leer más de un capítulo. El hombre célebre le apremiaba con sus órdenes para que se marchase á la calle. «Una nueva lección» decía el parásito.

Hallábase el bueno de Pito esparrancado en el borde mismo de la quebrada y mirando ansiosamente hacia abajo. Allí, en el estrecho lomo de la única peña que avanzaba sobre el abismo y se arraigaba en la orilla, a cosa de treinta pies más abajo de donde afirmaban los suyos para mirar Pito y los que habían acudido a su llamada, se veía un cuerpo humano medio cubierto por la nieve. Indudablemente era el de Chisco, por las señales de su vestido y de su tamaño; pero ¿quedaría algo de vida en aquel ser que parecía inanimado? Pito sostenía que , porque se atrevía a jurar que había pescado cierta «movición» de brazo en él. De todas maneras, había que sacarle de allí. ¿Cómo? ¿Por dónde? Y aquí las ansias y la desesperación, porque el socorro era dificultoso y el tiempo apremiaba inexorable. El corte de la montaña por aquel lado era casi vertical, a pico sobre el barranco, y sólo había un ligero tramo, de talud muy enlomado, precisamente a plomo de la peña con la cual se unía por su base. Entre la peña y la base del talud había un espacio de algunas varas. En aquel espacio, muy arrimado a la peña y con bien marcada inclinación hacia el abismo, estaba lo que se parecía a Chisco boca abajo e inmóvil; parecer que confirmaba Canelo desde arriba latiendo desaforadamente y buscando una senda por donde lanzarse en ayuda de su dueño. Por razones de suma prudencia, mandó Neluco que se sujetara al perro en el acto y se le tuviera lejos del sitio en que se hallaban don Sabas, Pito Salces y él, discurriendo sobre el problema de la bajada.

Y aceptaba una copa, y luego otra, y al poco rato todo el ejército movíase con las filas incompletas, sembrando el camino de rezagados que se retardaban en las tabernas del tránsito. Marchaba la procesión con una lentitud tradicional, deteniéndose horas enteras en las encrucijadas. No apremiaba el tiempo.

Escribiéndole cartas a la novia. Mentira... ¿yo...? Quita allá, enredadora... Volvió a su cuarto, llevando la mano del almirez, y echada otra vez la llave, tapó el agujero con un pañuelo. «Ella no mirará; pero por si se le ocurre...». El tiempo apremiaba y doña Lupe podía venir. Cuando cogió la hucha llena, el corazón le palpitaba y su respiración era difícil.

Gerif, aunque de intento no apremiaba en nada a María por los amores de Muley, con todo ello bien la demostraba el placer que habría viendo así unidos los últimos vástagos de los Granadas, como decían los cristianos, o de los Benezeritas, según los genealogistas árabes.