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Don Sabas miró entonces a Neluco con ojos de alarma; Neluco al Cura; Chisco y Pito Salces a los dos; y todos se miraron unos a otros, y todos se detuvieron de repente como si obedecieran al impulso de un mismo resorte. Canelo y sus congéneres se detuvieron también y se arrimaron al grupo, mirando a todas las caras y exhalando entrecortados aullidos quejumbrosos.

Hallábase el bueno de Pito esparrancado en el borde mismo de la quebrada y mirando ansiosamente hacia abajo. Allí, en el estrecho lomo de la única peña que avanzaba sobre el abismo y se arraigaba en la orilla, a cosa de treinta pies más abajo de donde afirmaban los suyos para mirar Pito y los que habían acudido a su llamada, se veía un cuerpo humano medio cubierto por la nieve. Indudablemente era el de Chisco, por las señales de su vestido y de su tamaño; pero ¿quedaría algo de vida en aquel ser que parecía inanimado? Pito sostenía que , porque se atrevía a jurar que había pescado cierta «movición» de brazo en él. De todas maneras, había que sacarle de allí. ¿Cómo? ¿Por dónde? Y aquí las ansias y la desesperación, porque el socorro era dificultoso y el tiempo apremiaba inexorable. El corte de la montaña por aquel lado era casi vertical, a pico sobre el barranco, y sólo había un ligero tramo, de talud muy enlomado, precisamente a plomo de la peña con la cual se unía por su base. Entre la peña y la base del talud había un espacio de algunas varas. En aquel espacio, muy arrimado a la peña y con bien marcada inclinación hacia el abismo, estaba lo que se parecía a Chisco boca abajo e inmóvil; parecer que confirmaba Canelo desde arriba latiendo desaforadamente y buscando una senda por donde lanzarse en ayuda de su dueño. Por razones de suma prudencia, mandó Neluco que se sujetara al perro en el acto y se le tuviera lejos del sitio en que se hallaban don Sabas, Pito Salces y él, discurriendo sobre el problema de la bajada.

Neluco, despeado y lacio; y los dos empapados en agua de pies a cabeza, yertos, amoratados de frío... Invadiéronme de nuevo los sobresaltos y las inquietudes, y les pregunté con un miedo horrible a las respuestas: ¿Y don Sabas? Bueno me respondió Neluco con voz empañada. ¿Y Pito Salces? También. ¿Y Pepazos?

Don Celso, agonizante quizás a aquellas horas, o tal vez cadáver ya; Lita y su madre a su lado, asistiéndole o rezando por él; Facia en los paroxismos de su reproducida tribulación; tres bandoleros asaltando la casa, y yo, con Chisco y Pito Salces, a tiro limpio con ellos, acabando de matar con el susto a mi tío, si aún vivía, y poniendo a punto de morir de congoja a las mujeres, a dos de las cuales, por lo menos, estaba yo obligado a defender de todo riesgo mientras me quedaran un soplo de vida, un cartucho que quemar o un asador que esgrimir.

También me acompañaban entonces Chisco y Pito Salces; pero más respetuosos y hasta más serviciales, aunque parezca esto mentira, que la otra vez, cuando yo no era amo y señor de la casona, ni había tenido ocasión de mostrar ciertas larguezas que Chisco no olvidaba un punto por lo que a él le tocaba, ni Pito Salces por lo que atañía a la mozona de sus pensamientos.

En cuanto a , con admirar tanto como admiré la atrocidad heroica de Pito Salces, y con sentir tan hondamente como sentí el percance tremendo del pobre Chisco, aún me resultaba poco todo ello en comparación del cuadro de horrores que yo había estado forjándome en la cabeza durante el día y una buena parte de la noche.

Con estas filosofías de Chisco y las intemperancias de Pito Salces, acabamos de subir una ladera de suelo escurridizo, y nos vimos al comienzo de una ancha sierra que descendía en suaves ondulaciones hacia nuestra izquierda. Atajábala por allí el frontispicio pedregoso de un alto monte que la dominaba en toda su longitud, y estaba separado de ella por una barranca.

Mostróse enterada de él por ciertas señales que nunca mienten, y me dijo que «por su parte... cuando juere ocasión de eyu... si a no me paecía mal...». Cabalmente me parecía todo lo contrario; y con esto, y con convenir los tres en que la ocasión de «eyu» podía ser, y sería, después de pasar el rigor de los lutos que llevaban por mi tío, se dio el asunto por terminado como yo deseaba y Pito Salces también.

Hablaba hasta por los codos, y siempre eran las desdichas ajenas las que le arrancaban los mayores lamentos. A Pito Salces se le hallaba indefectiblemente a los alcances del roce con Tona en sus manipuleos de cocinera diligente: hacia el rabo de la sartén, por ejemplo, y en los linderos del camino más trillado entre el fogón y la alacena del aceite y las especias.

Las agallas de Chisco y de Pito Salces me eran bien conocidas, y no había para qué avisar más gente ni dar cuarto al pregonero. Nos bastábamos los tres para aquella empresa por de pronto: lo demás, es decir, el recoger los despojos de la batalla, los cadáveres achicharrados y hechos jigote, ya lo haría la justicia oportunamente avisada. Y a esto se reduciría todo.