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Soltó Chisco el Canelo que ya latía en su perrera, oliéndose lo que se estaba fraguando entre nosotros, y me mostró su regocijo, al verse libre, poniéndome las manos sobre el pecho... y a riesgo de perder el equilibrio con la fuerza de sus cariñosas demostraciones.

La sangre corría con tal abundancia, á pesar de los pañuelos que le ataron, que en breve se hizo un charco á su alrededor. Los niños, á cierta distancia, contemplaban con ojos de espanto y dolor la muerte de su fiel amigo. La respiración del Canelo era cada vez más fatigosa y anhelante: después se fué poco á poco amortiguando, escuchándose un estertor débil y profundo. Se le vidriaron los ojos.

La presencia nuestra le contuvo unos instantes en el umbral de la caverna; pero rehaciéndose enseguida, avanzó dos pasos, menospreciando las protestas de Canelo, y se incorporó sobre sus patas traseras, dando al mismo tiempo un berrido y alzando las manos hasta cerca del hocico, como si exclamara: ¡Pero estos hombres que se atreven a tanto, son mucho más brutos que yo!

Mas como al fin no hay mortal que esté libre de defectos, nuestro Canelo tenía algunos, aunque de poca monta, que la imparcialidad obliga á confesar. Decíase, con razón, que era un tanto caprichoso y no bastante justificado en sus antipatías.

El Canelo se detuvo en su carrera y cayó herido mortalmente. El conde soltó una carcajada y dijo alargando la escopeta á miss Florencia: «Veo que aún no he perdido enteramente la puntería». Todos los circunstantes quedaron atónitos. Pedro se puso blanco como el papel; después le subió una ola de sangre á la cara y pasó un relámpago de ira por sus ojos.

Tomando yo por guía de mi anhelante curiosidad la mirada de Chisco, y sin dejar de oír los ladridos de Canelo apenas metido éste en la covacha, pronto le vi retroceder, pero dando cara al enemigo con las cuatro patas muy abiertas, la cabeza levantada y casi tocando el suelo con el vientre.

Canelo, a todo esto, cuando no se lamía los arañazos, poco profundos, que le rayaban la piel en muchas partes, jadeaba y gruñía, con el hocico descansando sobre sus brazos juntos y tendidos hacia adelante, pero con los ojos clavados en los oseznos que rebullían entre las asperezas del suelo y charcos de sangre, como gusanos muy gordos. No contaban, por las trazas, más de una semana de nacidos.

El perro recordó que ya había visto aquella cara en otra parte, pero no quiso dar su brazo á torcer ni confesar que se había equivocado, y siguió ladrando, aunque sin gana y por compromiso. ¿Qué es eso, Canelo?... ¿Te olvidas de los amigos?... Guau, guau, guau. ¿Dónde dejaste á tu amo, Canelo? Guau... guau. ¿Venís de caza, Canelo? Guau...

Adoptaba siempre para acostarse posturas diversas y tan fantásticas en ocasiones, que excitaba la admiración de los que le miraban. Si no fuese por las pulgas y las moscas, el Canelo se hubiera juzgado con razón el perro más dichoso de la tierra.

Comió, si no con gran placer, al menos sin hacer ningún asco, mientras el mayordomo la contemplaba fijamente con expresión triunfal. El Canelo participó también del festín, y bien lo tenía ganado, pues por milagro no se le desprendió el rabo á fuerza de menearlo. Vamos, vamos, que ya es hora de ir llegando á la fiesta. Y otra vez emprendieron la marcha, alargando el paso.