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Las dos muchachas, oriundas del barrio de Monserrat seguramente, rayaban en los 20 o 22 años y penetraron en nuestro grupo, que ya se iba estrechando, metiendo una algarabía inusitada de gritos y risotadas cuyas causas no me podía explicar. Mira, mamá dijo la mayor, este caballero es tan amable, que te va a dejar mirar por el anteojo.

Los botones, las etiquetas de perfumería, las cintas de cigarros, los sellos de correo, las plumas de acero usadas, las cajas de cerillas vacías, las mil cosas informes, fragmentos sin uso ni aplicación, rayaban en lo incalculable.

Costábale trabajo resolverse, y permanecía refugiada en el rojo dosel de la cortina, cruzando las manos sobre el peinador de percal blanco, que rayaban con doble y largo trazo, como de tinta, sus sueltas trenzas.

Su falta de carácter y de ambición rayaban en el idiotismo. Encerrado en las cuadras desde su infancia, ignorante de toda travesura, de toda contrariedad, de todo placer, de toda pena, aquel joven, que ya había nacido dispuesto a ser máquina, se convirtió poco a poco en la herramienta más grosera.

Los tales puntos, imitando el estilo de la talla dulce, se espesaban en los oscuros, se rarificaban y desvanecían en los claros, dando de , con esta alterna y bien distribuida masa, la ilusión del relieve... Era, en fin, el tal cenotafio un trabajo de pelo o en pelo, género de arte que tuvo cierta boga, y su autor D. Francisco Bringas demostraba en él habilidad benedictina, una limpieza de manos y una seguridad de vista que rayaban en lo maravilloso, si no un poquito más allá.

Lo que sobre todo le había causado disgusto profundísimo, fue la falsa bondad, la cazurra malicia, la perfecta y cruel diplomacia con que esta vieja hada de la falacia la había envuelto y torturado, a fin de arrancarle como final objetivo el más doloroso de los sacrificios, sacrificio mayor todavía ahora por cuanto no escapaba a la penetrante mirada de la huérfana cómo el marqués, al mismo tiempo que no concedía a sus rivales otra cosa que las muestras de una fría urbanidad, reservaba para ella atenciones tan expresivas que rayaban casi en la ternura.

Según nos aproximábamos a la provincia de Sevilla, el paisaje adquiría tonos más secos y calientes. La comarca se desenvolvía ondulante como un mar de olas inmensas, petrificadas, hasta los últimos confines del horizonte. Era una tierra roja, sangrienta, que infinitas hileras de olivos rayaban de verde gris.

La claridad de la noche permitía ver las llanuras cultivadas, los bosques y colinas, los canales que rayaban el paisaje con sus líneas blancas y caprichosas. Fume un cigarro, me puse a «echar globos», como llaman en Bogotá al fantaseo indefinido del espíritu, y volví en busca de mi cama.

Porque si había dificultades considerándole demente, tratándole como sano las dificultades eran tales que rayaban en lo imposible. ¿Le hablaría del niño?... Jesús qué disparate. ¿Le diría que su mujer era una joya? ¡Qué barbaridad! ¿Acometería el estado real de las cosas? Ni pensarlo. ¿Lo tomaría por el lado religioso y de la resignación? Tampoco. ¿Por el lado mundano?

Canelo, a todo esto, cuando no se lamía los arañazos, poco profundos, que le rayaban la piel en muchas partes, jadeaba y gruñía, con el hocico descansando sobre sus brazos juntos y tendidos hacia adelante, pero con los ojos clavados en los oseznos que rebullían entre las asperezas del suelo y charcos de sangre, como gusanos muy gordos. No contaban, por las trazas, más de una semana de nacidos.