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Actualizado: 9 de junio de 2025
Chisco, Pito Salces y yo, armados hasta los dientes y bien apercibidos, en acecho y sin respirar, en las tinieblas del portalón; uno de nosotros abriendo la puerta con las precauciones convenidas en cuanto se dejara oír afuera el silbido del baratijero, y luego los tres, según iban entrando los bandidos... ¡fuego a quemarropa sobre ellos!
Para vestir los desnudos suelos del tránsito, discurrió Lituca sembrarlos, y los sembró ella misma, de penquitas olorosas de laurel que abundaba en las grietas de los peñascos de enfrente. Y aún la quedó tiempo para sahumar toda la casa con romero y mejorana, quemado por ella en las ascuas del brasero, llevándole Chisco y Pito Salces entre manos por salas, pasillos y escaleras.
Chisco era buen compañero para andar por donde yo andaba con él; también Pito Salces, pero no tan «amañau» como el otro «pa el autu de rozasi con señores finus». Si Chisco fuera de Tablanca como era de Robacío, no habría nada que pedirle.
Pito Salces, que no quitaba ojo a Pepazos ni perdía una sola palabra de las que iba diciendo el mozallón, en cuanto éste cesó de hablar se plantó de un saltó en la orilla de la barranca, y allí se puso a husmear, con la avidez de un perro de buena nariz, en todas direcciones y hasta en las negras profundidades del abismo.
¡Arriba ahora con él! voceó Pito Salces, y a pulsu, porque si no yeva un brazu cascau, ha de faltali pocu.
Todo el interés de este juego dependía del calor con que le tomara Chisco. Pito Salces era un brasero que se consumía por Tona: eso saltaba a la vista; y como también era medio pieza doméstica en la casona de mi tío, amén de noblote de alma y muy arrimado al trabajo, a poco que Tona hiciera por sí, el resultado no era dudoso. Facia. ¡Esta sí que me daba que pensar cuanto más reparaba en ella!
Por aquella cornisa, que corría hasta perderse en el carrascal del otro lado de la cueva, vi pasar a Chisco y a su perro, a Pito Salces detrás de su perruca faldera, y cómo iban desapareciendo, uno a uno, en el antro tenebroso los hombres y los animales, después de muy leves precauciones del mozón de Robacío.
Hasta la misma Facia era muy otra de lo que fue: comenzaba a nutrirse y a sonreír, y dormía sin sobresaltos... Sólo Pito Salces andaba amurriadón y caviloso, y yo no podía consentirlo, por lo mismo que me creía capaz de remediarlo. ¿Por qué no echas «eso» a un lado de una vez? le dije un día. Como no está en mí la para... me respondió mirándose las uñas de una mano . ¡Qué más quisiera yo, puches!
Lo cierto es que había motivos sobrados para estremecerse y temblar, como me estremecía y temblaba yo pensando en don Sabas, en Neluco, en Chisco, en Pito Salces... Dios piadoso, ¡qué sería de ellos y de cuantos los habían acompañado en su denonada empresa! Y pensé también en la nieta de don Pedro Nolasco y en el mismo octogenario Marmitón, y en su hija, si eran sabedores de lo que ocurría.
Aquel oso era el verdugo de allí, que esperaba a que los jueces dieran el berrido que me condenaba a muerte, para zamparse una buena ración de mis pedazos y arrojar los restantes a la muchedumbre que ya se había comido a Chisco y a Pito Salces, con escopetas y todo. Bien empleado les estaba, por andarse en guapezas temerarias con aquellos animales que no se habían metido con nosotros.
Palabra del Dia
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