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Actualizado: 9 de junio de 2025
Como toda la prudencia y la reflexión que podía esperarse de aquellos dos rudos montañeses había que buscarla en Chisco, yo no apartaba mis ojos de él, y no podía menos de admirarme al observar que ni en aquel trance de prueba se alteraba la perfecta regularidad de su continente: su mirada era firme, serena y fría, como de ordinario; su color el mismo de siempre, y no había un músculo ni una señal en todo su cuerpo que delatara en su corazón un latido más de los normales; al revés de Pito Salces, que no cabía en su ropa, no por miedo seguramente, sino por el deleite brutal que para él tenían aquellos lances.
Como en la tertulia no se habló aquella noche de otra cosa que del lance de la cueva, al salir al día siguiente, antes que el sol, Pito Salces y Chisco con dos carros en busca de los dos osos muertos, sin necesidad de invitaciones los acompañaba medio escuadrón de gente moza; con cuyo auxilio pronto se vencieron las muchas dificultades que hubo para sacarlos de la cueva.
A la derecha del peñón comenzaba una mancha verdinegra, como de monte bajo, que desaparecía pronto en las sombras de la barranca; y a la izquierda, un pedregal de poco relieve entretejido de malezas. Apuntando al peñón me dijo Pito Salces en cuanto nos vimos en la sierra, porque Chisco ya lo sabía por serle bien conocido el escenario: Ayí está la cueva aonde vamus. Me temblaron las carnes.
Vi todo lo brutalmente temerario que había en nuestra empresa desatinada, y formé serio propósito de volverme atrás. Pero Chisco y Pito Salces se habían sumido ya en la caverna; y aunque temerarios y muy brutos los dos, no era honrado ni decente dejarlos sin su ayuda un hombre que acababa de prometerles ir tan allá como fuera otro.
De manera que en aquellas fechas no había adelantado su negocio un solo paso. Tampoco el de Chisco, según éste me confesó muy sereno, y eso que le tenía algo más adelantado que Pito Salces el suyo.
También concurrió Pito Salces, que se quedó como sin pulsos cuando Tona, con la faz inundada de sonrisas y los ojos de dulzuras, le ponderó la hazaña de la víspera y le declaró sin remilgos que «de ese aquél y de esos prontos le gustaban a ella los hombres». ¡Puches, cómo se puso enseguida el mozallón con la alabanza!
Después de esta bulliciosa solemnidad, que removió al vecindario entero y le dejó rendido por la doble fatiga de los jolgorios y del trabajo, dispuse yo el casamiento de Tona con Pito Salces.
Al ver que se incorporaba la fiera, dijo a Pito Salces Chisco: Tú al oju; yo al corazón... ¿Estás? Pues... ¡a una!
Obsequiáronme al otro día con las pieles, y regalé yo a Chisco y a Pito Salces sendos centenes isabelinos, con lo que pensaron enloquecer de alegría. Así acabó aquella memorable y descomunal aventura, que debió de haber acabado conmigo tan pronto como la acometí.
También se quedaron Chisco y Pito Salces con otros dos mozones de mi confianza, bien advertidos por mí de muchos cuidados, particularmente el de la vigilancia, no sé si porque me salió espontáneamente de adentro la ocurrencia, o porque me la inspiró una mirada elocuentísima de la mujer gris, al ver cómo iba a quedarse la casona, sin nosotros, indefensa y punto menos que vacía.
Palabra del Dia
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