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Desnoyers presentó á su camarada, para que el recién llegado no se equivocase acerca de su condición social. He oído hablar de él. El señor es Argensola, un joven de grandes méritos. Y el doctor Julius von Hartrott dijo esto con la suficiencia de un hombre que lo sabe todo y desea agradar á un inferior, concediéndole la limosna de su atención.

D. Pedro no era mas que príncipe de Cataluña cuando trató y concluyó su casamiento S. Raimundo de Peñafort, á disgusto del Rey D. Jaime su padre, y del Papa Urbano 4.º, que desamaba, como dice Argensola, al Rey Manfredo, y le privó de sus reinos.

Desnoyers y Argensola se encontraron en un café del bulevar cerca de media noche. Los dos estaban fatigados por las emociones del día, con la depresión nerviosa que sigue á los espectáculos ruidosos y violentos. Necesitaban descansar. La guerra era un hecho, y después de esta certidumbre, no sentían ansiedad por adquirir noticias nuevas. La permanencia en el café les resultó intolerable.

Julio tenía gran facilidad para la admiración y reverenciaba á todos los escritores cuyos «argumentos» le había contado Argensola, pero no podía aceptar la grandeza intelectual del ilustre pariente. Durante su permanencia en Berlín, una palabra alemana de invención vulgar le había servido para clasificarlo. Los libros de investigación minuciosa y pesada se publicaban á docenas todos los meses.

Los cargos importantes, que desempeñó después Argensola, ya como secretario de la emperatriz María de Austria, ya como gentil-hombre de cámara del archiduque Alberto, y últimamente como secretario de Estado del virrey de Nápoles, no le dejaron tiempo ni gusto bastante para consagrarse á la literatura dramática, limitándose á ejercitar su talento poético en composiciones líricas, que le granjearon merecida fama.

Fué Argensola quien propuso una solución, digna de su experiencia. El salvaría á la buena madre llevando al Monte de Piedad algunas de sus alhajas. Conocía el camino. Y la señora aceptó el consejo; pero sólo le entregaba joyas de mediano valor, sospechando que no las vería más. Tardíos escrúpulos la hacían prorrumpir á veces en rotundas negativas.

Por complacer á su padre había hecho el relato ante el senador, ante Argensola y Tchernoff en su estudio, ante otros amigos de la familia que habían venido á verle... No podía más. Y era el padre el que acometía la narración por su propia cuenta, dándole el relieve y los detalles de un hecho visto con sus propios ojos.

Todas las hazañas de su hijo ensalzadas y amplificadas por Argensola desfilaban ahora por su memoria. Tenía al héroe ante sus ojos. ¿Estás contento?... ¿No te arrepientes de tu decisión?... ; estoy contento, papá... muy contento. Julio habló sin jactancia, modestamente. Su vida era dura, pero igual á la de millones de hombres.

Y cuando sus amigos le amenazaban con una revolución, el junker feroz se llevaba las manos á los ijares, lanzando las más insolentes de sus carcajadas. ¡Una revolución en Prusia!... Nadie como él conocía á su pueblo. Tchernoff no era patriota. Muchas veces le había oído Argensola hablar contra su país.

Argensola le miraba con franca hostilidad. El profesor, al pasar junto á él, sólo hizo un rígido y desdeñoso movimiento de cabeza. Luego se dirigió hacia la puerta, acompañado por su primo. La despedida fué breve. Te repito mi consejo. Si no amas el peligro, márchate.