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Lancéme hacia allá, sacudiendo con los talones los ijares del potro, y galopé mucho tiempo por el descampado. De repente, el caballo y yo rodamos en un surco blando. Era una laguna; mi boca se llenó de agua pútrida, y mis pies se enredaron en las fofas raíces de los nenúfares. Cuando me levanté vi al caballo corriendo muy lejos, como una sombra, con los estribos al viento.

¡Si vieran! repuso Ricardo al bajar del caballo, que al pararse dejó caer la cabeza hasta casi tocar el suelo con la barbada, al mismo tiempo que palpitaban sus ijares con extraordinaria celeridad, ¡el monstruo de Anastasio nos sacó cortitos!... ¿Y por aquí?... ¿qué tal?... ¡Uf!... ¡Qué calor!... ¡y qué hambre!... Ven a almorzar, ¿o quieres bañarte antes?

La dama volvió a leer la carta y comprendió entonces una sola cosa; pero una cosa para ella inverosímil, que vino a despertar en su ánimo el movimiento de ira, de sorpresa, de rabia desesperada que causa al potro bravío el primer espolazo que desgarra sus ijares, el primer serretazo que le hace detener su voluntariosa carrera, anunciándole que hay alguien que puede, y quiere, y debe sujetarle y humillarle... ¡Comprendió que por primera vez en su vida le cerraban una puerta, y que era el que se la cerraba un hombre desconocido, un pobre fraile, un Pedro Fernández!... ¡La fuentecilla que corría allí al lado murmurando llegó a los oídos de Currita como el eco de la sarcástica carcajada que había de soltar el mundo al verla vencida por Pedro Fernández!...

Á lo lejos desaparecía entre los árboles á todo correr un hombrachón que llevaba un lío en una mano y apoyaba la otra sobre el costado como si le dolieran los ijares de tanto reirse. ¡Vedlo! aulló el batanero. ¡Allí va! Vos me sois testigo, para dar con él en la cárcel de Chester. ¡Que se me lleva mi hábito! ¿Pero qué ha pasado aquí? ¿Quién es aquel hombre?

Chonito caminaba con la nariz pegada al suelo, sus ijares se estremecían de impaciencia, de cuando en cuando se volvía para cerciorarse de que le acompañaba el cazador. ¡Ahora! exclamó el de Naya . Eh, Julián, mándele que entre.... Entra, Chonito, entra murmuró lánguidamente el capellán.

Era peligroso seguir allí y hundí otra vez las espuelas en los ijares de mi caballo, a la vez que clavaba mi espada en el pecho del rufián que tenía delante. La bala de su revólver me rozó una oreja; tiré de la espada, pero no pudiendo arrancársela del cuerpo la solté y salí a escape en seguimiento de Sarto, a quien divisé en aquel momento a unas veinte varas de distancia.

También estaba en pie el picador, agitándose entre los brazos de los chulos, furioso contra el toro y queriendo evitar a viva fuerza, con ciega temeridad, y a pesar del aturdimiento de la caída, volver a montar y continuar el ataque. Fue imposible disuadirle; y volvió, en efecto, a montar sobre la pobre víctima, hundiéndole las espuelas en sus destrozados ijares.

Tras una esquina, a lo lejos, surgió una humareda de teas; era la turba. Loco de espanto, apreté los talones a los ijares del animal y corrí a lo largo de la muralla que se extendía como una vasta cinta negra furiosamente desenrollada. De repente vi una brecha, un boquete erizado de espinas y zarazas, y fuera la planicie que bajo la luna tenía la apariencia de una gran charca de agua dormida.

Avanzaban los macilentos restos de la miseria caballar, delatando en su paso trémulo y sus ijares atormentados la vejez melancólica, las enfermedades y la ingratitud humana, olvidadiza del pasado. Había jacos de inaudita delgadez, esqueletos de agudas aristas salientes que parecían próximas a rasgar la envoltura de piel de largos y flácidos pelos.

Apenas libre y concluída su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar el latido, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó al peón a la chacra, aún rebenque en mano, para no echarlo si continuaba oyendo sus jesuíticas disculpas. Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había conformado con el caballo.