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Actualizado: 20 de mayo de 2025
Como un nimbo invisible le circundaba cierto hedor compuesto de vino barato y emanaciones de ropas trasudadas; Argensola lo percibía á través de la puerta de servicio: «El amigo Tchernoff que vuelve.» Y salía á la escalera interior para hablar con su vecino. Este defendió por mucho tiempo el acceso á su vivienda.
Argensola habló de la oportunidad de destapar una botella de las muchas que guardaba en la cocina. Tchernoff podría volver á su casa por la puerta del estudio que daba á la escalera de servicio.
¡La sonrisa irónica, feroz, cortante del doctor!... Argensola no había conocido al viejo Madariaga, y sin embargo, se le ocurrió que así debían sonreir los tiburones, aunque jamás había visto un tiburón. Es la guerra afirmó Hartrott . Cuando salí de Alemania, hace quince días, ya sabía yo que la guerra estaba próxima. La seguridad con que lo dijo disipó todas las esperanzas de Julio.
Argensola lo reconoció al pasar junto á un farol: «El amigo Tchernoff.» El ruso, al devolver el saludo, dejó escapar del fondo de su barba un ligero olor de vino. Sin invitación alguna arregló su paso al de ellos, siguiéndoles hacia el Arco de Triunfo. Julio sólo había cruzado silenciosos saludos con este amigo de Argensola al encontrarle en el zaguán de la casa.
Sus lágrimas surgieron con toda libertad al verse en, aquella habitación cuyos muebles y cuadros le recordaban al ausente. Argensola corrió desde la puerta al fondo de la pieza, agitado, confuso, saludándola con frases de bienvenida y removiendo al mismo tiempo objetos.
Argensola sabía tanto como él, pero contestó con autoridad: «Seguramente; es cosa decidida.» El viejo se puso de pie: «¡Viva Inglaterra!» Y acariciado por los ojos admirativos de su esposa, empezó á entonar una canción patriótica olvidada, marcando con movimientos de brazos el estribillo, que muy pocos alcanzaban á seguir. Los dos amigos tuvieron que emprender á pie el regreso á su casa.
En una de estas noches de sincero entusiasmo fué cuando los dos amigos escucharon una noticia inesperada, absurda: «Han matado á Jaurés.» Los grupos la repetían con una extrañeza que parecía sobreponerse al dolor: «¡Asesinado Jaurés! ¿Y por qué?» El buen sentido popular, que busca por instinto una explicación á todo atentado, quedaba en suspenso, sin poder orientarse. ¡Muerto el tribuno precisamente en el momento que más útil podía resultar su palabra de caldeador de muchedumbres!... Argensola pensó inmediatamente en Tchernoff: «¿Qué dirá nuestro vecino?...» Las gentes de orden temían una revolución.
Y ella aprobaba: sí que había visto Argensola... Al marcharse le ofreció su apoyo. Era el amigo de su hijo y estaba acostumbrada á sus peticiones. Los tiempos habían cambiado; don Marcelo era ahora de una generosidad sin límites... Pero el bohemio la interrumpió con un gesto señorial: vivía en la abundancia. Julio lo había nombrado su administrador.
Si los acreedores se mostraban amenazantes, recurría al «secretario». Debía ver á mamá inmediatamente: él quería evitarse sus lágrimas y reconvenciones. Y Argensola se deslizaba como un ratero por la escalera de servicio del caserón de la avenida Víctor Hugo.
Fijaba en el pintor unos ojos paternales... «Un mozo interesante el tal Argensola.» Y al pensar esto, no se acordó de las veces que le había llamado «sinvergüenza» sin conocerle, sólo porque acompañaba á su hijo en una vida de reprobación. La mirada de Desnoyers se paseó con deleite por el estudio. Conocía los tapices, los muebles, todos los adornos procedentes del antiguo dueño.
Palabra del Dia
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