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«¡Atención, Marcelo! se decía con un regocijo egoísta . Mucha calma. Hay que evitar á los cuatro jinetes del amigo TchernoffPasó una tarde en el estudio conversando con éste y Argensola de las noticias que publicaban los periódicos. Se había iniciado una ofensiva de los franceses en Champaña, con grandes avances y muchos prisioneros.

Como no salía de casa, su principal afán era que le compraran periódicos, suplementos, hojas volantes o extraordinarios, que por aquel año de 1872 se publicaban en prodigioso número, y cuantos amigos iban a verle sabían que su conversación favorita era el curso de la guerra, cuyas noticias él comentaba con recuerdos de la campaña del 33 al 40, y de los movimientos militares de entonces, que ahora, en concepto suyo, debían repetirse.

No transcurría semana tal vez, sin que la villa se estremeciese con las idas y venidas de los padrinos, los rumores de las conferencias celebradas en los ángulos de los cafés, las actas que inmediatamente se publicaban en el Faro y en los periódicos de Lancia. Porque de veinte pendencias las diez y nueve se terminaban con un acta para ambas partes honrosa, suscrita y firmada por los padrinos.

Estas dos cifras hablan muy alto en favor del estado intelectual de España: fíjense bien los que pretendan hablar de nuestro pais en esas dos estadísticas, que son las que mejor traducen el estado intelectual de un pueblo. El número de periódicos políticos y literarios de todo género que se publicaban en España en 1856 fué el de doscientos ochenta.

Germana se desmayó en su presencia. Más tarde ha confesado que aquella fisonomía dura la espantó y que había creído ver entrar al hombre que debía enterrarla. En cuanto a él tampoco se sentía muy a gusto. No obstante, encontró algunas frases de cortesía y de reconocimiento que conmovieron a la duquesa. Volvió todos los días, sin su madre, mientras se publicaban las amonestaciones.

Con apariencia de informaciones financieras publicaban en los periódicos artículos en contra suya, llenos de calumnias y de insinuaciones; sostenían contra él una campaña persistente, por medio de carteles y de prospectos; le perseguían por todas partes en automóviles ruidosos; le acechaban detrás de los árboles.

Un día, en un salón de Nueva York, una dama argentina, que tiene un sitio elevado y merecido en la jerarquía intelectual de nuestro país, recibía una numerosa sociedad sudamericana. Rafael Pombo estaba allí. ¿Qué hacía en los Estados Unidos? Había ido como cónsul, creo; un cambio de política lo dejó sin el empleo, que era su único recurso, y como no quería volver a Colombia, donde imperaban ideas diametralmente opuestas a las suyas, tuvo que ingeniarse para encontrar medios de vivir. ¡Vivir, un poeta, en Nueva York! ¡Me figuro a Carlos Guido en Manchester! Pombo, como Guido, nunca ha tenido la noción del negocio, y tengo para , que allá en el fondo de su espíritu, ha de haber una sólida admiración por esos personajes opacos que logran, tras un mostrador, labrarse, con la fortuna, la deseada independencia de la vida. ¿Qué hacer? Hombre de pluma, vivió de la pluma. No creáis que como periodista o corresponsal. Con más suerte que Pérez Bonalde, el admirable poeta venezolano, el único que ha vertido a Heine dignamente al español y que hoy redacta con toda tranquilidad en Nueva York los avisos de la casa Lamman y Kemp en siete idiomas, Pombo se puso al habla con los editores Appleton & Co., que entonces publicaban esos cuadernos ilustrados, con cuentos morales, que todos hemos visto en manos de los niños de la América entera. Antes de ir a Bogotá, no sabía yo por cierto que aquel gracioso e ingenuo cuentecito:

Currita, por su parte, tampoco halló otro motivo de ofensa en lo que acerca de su persona publicaban los periódicos, que aquella coletita de La España con Honra: «Creemos, sin embargo, que el lance no tendría consecuencias, dada la prudencia proverbial de las personas interesadas».

Todos eran refinados, sutiles, enemigos de la vil materia, de la prosa de la vida y de las violentas emociones. Publicaban volúmenes de poesías, con más páginas en blanco que impresas. Cada grupito de versos iba envuelto en varias hojas vírgenes, como flor de invernadero que podía morir apenas la tocase el viento de la calle.

Pero de todas las mejoras de ropa que publicaban en los círculos políticos y en las calles de Madrid el cambio de instituciones, ninguna tan digna de pasar a la historia como el estreno de levita de paño fino que transformó a don Basilio Andrés de la Caña a los seis días de colocado.