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De vez en cuando sus ojos opacos se fijaban por encima de las gafas, en el globo de madera que colgaba en medio del salón, y lo acariciaba con una sonrisa de placer. Aquel primoroso artefacto, venido de Burdeos, estaba pintado con rayas azules y blancas.

Pero algo frío y hostil existía en el ambiente que paralizaba sus sonrisas, dejaba sin eco sus palabras y hacía opacos los resplandores de ojos. Todas las frentes se inclinaban bajo el peso de severos pensamientos; todos los hombres parecían tener en aquel instante treinta años más. No la verían tal como era por más esfuerzos que hiciese.

Mas al tropezar sus dedos con la tersa frente de la criatura quedó súbito paralizado. Sus grandes ojos opacos brillaron con extraño fulgor. Incorporose vivamente y se llevó ambas manos a las sienes como si temiera que por allí fuera a salir algo grave y terrible que convenía tener encerrado. Se alzó de la silla y comenzó a dar agitados paseos por la estancia.

Era, a pesar de este traje casero, la misma arrogante persona que había visto dos o tres veces en casa de Anguita. Sólo que aquella expresión de fatiga que había advertido en su rostro se mostraba ahora más claramente. El color de su rostro era moreno cetrino. En sus facciones había regularidad y decisión; ojos grandes, negros y opacos; la cabellera gris, abundante y ondeada.

La sacristía estaba casi a oscuras; dos monaguillos vestidos con sus cotas rojas han tomado sendos faroles opacos, sucios, goteados de cera; el clérigo se ha puesto una estola y los tres, con el sacristán, han salido a la iglesia. Azorín se ha quedado en la sacristía. Estaba sentado en un amplio sillón, junto a la larga cajonería de nogal. ¿En qué pensaba Azorín?

Al cabo éste, pensando en la tribulación de su suegro, le buscó por toda la casa sin hallarlo. Subió a la buhardilla, que le servía de laboratorio, y antes de llegar escuchó sus pasos, firmes, acompasados, por la habitación. Miró por el agujero de la cerradura. En efecto, el célebre fisiólogo se paseaba lentamente, con las manos en los bolsillos, de un rincón a otro de la estancia, atestada de frascos y retortas, estampas de anatomía e instrumentos de física. Tenía los bigotes aún más caídos que de ordinario; los ojos aún más opacos.

¡ que no te alegras! repitió con más energía aún levantando a costa de grandes esfuerzos la cabeza, mirándola con dureza. ¡No, mamá del alma, no! Si pudiera conservar su vida a costa de la mía, le juro a usted que lo haría. Los grandes ojos opacos de la moribunda se dulcificaron.

Maltrana hizo un gesto de desaliento. Mentira también: eran granos de marfil, con un débil montaje en oro. Y mentira los imperdibles de doublé; las sortijas ennegrecidas por el largo encierro, con sus vidrios opacos y muertos; los botones de grandes uniformes, que la vieja creía de oro puro; los alfileres verdosos y oxidados, con la pedrería empañada.

Que si la fuerza de ambos es idéntica se neutraliza y quedan en reposo; si la del uno es mayor que la del otro, el primero consigue arrastrar al segundo... Yo espero, señores, que en el presente caso sucederá lo último... La sonrisa de Sánchez se hizo aún más dulce. Sus ojos opacos, benignos, pasearon una mirada por los circunstantes, que le escuchaban con la boca abierta.

El ingenioso Sánchez paseó tranquilamente sobre ellos sus ojos opacos, reflexivos, donde se leía constantemente la concentración profunda de un cerebro positivo, y dijo sin advertir siquiera la indignación de aquellos hombres-niños: ¿Y por qué es un acto inmoral? Porque ataca los fundamentos mismos de la moralidad. ¿Y cuáles son los fundamentos positivos de la moral?