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¡En cuanto a eso estoy conforme! díjele interrumpiéndola, sólo son agradables los bailarines de carne y hueso, sobre todo, si tienen bigotes: bigotes rubios, por ejemplo. Un bigotito que os acaricia la mejilla al bailar ¡ah! de veras, es deli... En esto me dormí, y no desperté hasta las tres de la tarde. Así que estuve vestida, me mandó llamar el señor de Pavol.

Esta aserción le pareció tan extraordinaria, que permaneció algunos instante como petrificado. ¡Eso no es posible! exclamó y con tal convicción que no pude ahogar la risa. No sólo no me ama, sino que ama a otra; está enamorado de Blanca y ha pedido su mano. Le conté lo que había pasado en el Pavol pocos días antes; mis descubrimientos, mi ceguedad y las vacilaciones de Juno.

El 25 de Octubre, asistimos al último baile, en un castillo situado cerca del Pavol. Esa noche fui con un vestido azul celeste; estaba extraordinariamente linda y tuve un éxito loco. Tan loco, que en la semana siguiente fui pedida por cinco. Pero yo estaba intranquila, febril, atormentada, y contra mi costumbre, no me gocé en el delirio que causaba mi belleza.

Aunque el señor de Pavol no me apremiaba para que aceptase alguno, me demostraba, sin embargo, las ventajas de cada uno de ellos e insistía algo, para que yo por lo menos consintiese en tratar a mis enamorados.

Convínose en que Pablo pasaría algún tiempo sin venir al Pavol, y ¡cosa increíble, inaudita! desde el día en que Blanca dejó de verle, pareció casi decidida a otorgarle su mano. Hablábamos de él constantemente, hasta combinábamos los trajes de boda, y yo daba pruebas de una resignación estoica, digna de los antiguos hombres. Pero esta resignación era sólo aparente.

Usted la ha enterrado en el Zarzal, no le ha dado nunca la menor distracción, y puedo decir que sin mi hubiera crecido y vegetado en la ignorancia y el embrutecimiento, como una planta salvaje y enervada. Le repito que es preciso escribir al señor de Pavol. Esto es demasiado exclamó mi tía, furiosa; ¿no soy yo el ama en mi casa? Salid, señor cura, y no volváis a poner los pies aquí.

De cuando en cuando, Juno golpeábame el brazo con su abanico y me decía al oído, que me ponía en ridículo; pero era como hablar con una tapia; pues yo me alejaba sin oírla, revoloteando con mis compañeros. A veces, mi caballero creía oportuno entablar conversación. ¿No hace mucho que vivís aquí, señorita? No señor; seis semanas, más o menos. ¿Y dónde vivíais antes de venir al Pavol?

El cura me acompañó hasta C *, y cuando me vio instalada en el elegante landeau de mi tío, exclamó: ¡Cuánto me alegro, Reina, de verte en tu lugar! ¡Qué diferencia entre este coche y el carromato de Juan! Pronto me veréis en un hermoso castillo. Voy a rezar una novena para que el cura del Pavol se vaya al cielo. Es una idea muy caritativa, puesto que está decrépito y enfermo.

Por la mañana estaba tan alegre que reía horas y, horas; pero por la tarde, sentábame a la mesa con aspecto sombrío y no despegaba los labios durante toda la comida. Este silencio tan en oposición con mis hábitos, preocupaba bastante al señor de Pavol. ¿Qué es lo que pasa en tu cabecita, Reina? Nada, tío. ¿Te aburres? ¿Quieres viajar? ¡Oh no, no, tío! Por nada dejaría el Pavol.

Y ahora, sobrina, óyeme bien. Aun no conoces al señor de Le Maltour, para formar opinión de él, y quiero absolutamente que le trates con intimidad antes de que des una contestación definitiva. Voy a escribirle a la señora de Le Maltour, que la resolución depende de ti, y que autorizo a su hijo a que se presente en el Pavol cuando le plazca. Muy bien, mi tío, haced lo que queráis.