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El conde de Cotorraso montó en cólera al saberlo: ¡Y piden libertades y derechos para estos beduínos! Que los hagan honrados, agradecidos, decentes ... y luego hablaremos. Por la misma ley de afinidad electiva de que hemos hablado más arriba, Raimundo se encontró paseando con un personaje que se despegaba un poco del resto de aquella sociedad.

En aquel momento su costado se despegaba del muelle con lentitud. Hubo que bajar otra vez la escala. Un minuto más, y habrían tenido que alcanzar al Goethe en un bote en mitad de la bahía. Maltrana subió el primero con su valija de mano, no queriendo contestar a las preguntas de los curiosos. Tenía prisa de ganar su camarote para cambiarse de ropa.

La ceja se convertía en un casquete, luego en un hemisferio, después en un arco árabe estrangulado por abajo, hasta que al fin se despegaba de la masa líquida lo mismo que una bomba, derramando fulgores de incendio. Las nubes cenicientas se ensangrentaban, los peñascos de la costa empezaban á brillar como espejos de cobre. Se extinguían por la parte de tierra las últimas estrellas.

Por la mañana estaba tan alegre que reía horas y, horas; pero por la tarde, sentábame a la mesa con aspecto sombrío y no despegaba los labios durante toda la comida. Este silencio tan en oposición con mis hábitos, preocupaba bastante al señor de Pavol. ¿Qué es lo que pasa en tu cabecita, Reina? Nada, tío. ¿Te aburres? ¿Quieres viajar? ¡Oh no, no, tío! Por nada dejaría el Pavol.

Su espíritu, impresionado primero por la sublime presencia del océano, y ahora por la dulce poesía de aquel lago, se despegaba con tedio de la vida torcida y artificiosa que acababa de dejar, de sus placeres mentidos y pecaminosos, y se unía con cariño al sentimiento de dicha tranquila que aquel pueblecillo retirado y pintoresco inspiraba.

Su personalidad iba a desdoblarse, prolongándose en el curso de la vida. Esto le elevaba como hombre. Pero creyó sentir en torno algo que se despegaba de él. La juventud alegre, sin responsabilidades ni obligaciones, se perdía para siempre. A lo lejos, la Ilusión, en fuga, batía sus alas de diamante. Sufrió Maltrana un gran cambio en su vida.

No se había consolado aún la desventurada señora de la pena que el desatino de su hija le causara, y se pasaba las horas lamentándose de su suerte, cuando entró en quintas Antoñito. La pobre señora no sabía si sentirlo o alegrarse. Triste cosa era verle soldado, con el chopo a cuestas: al fin era señorito, y se le despegaba la vida de los cuarteles.

«Es un gañán dijo Encarnación examinándole la ropa con tanta severidad coma un juez que interroga al criminal ante el cuerpo del delito... .Ya me ha roto los calzones... Ya verás, Holofernes, ya verás». Turbado por la presencia y los cariños de su hermana, a quien no conocía, Mariano no despegaba sus labios. La miraba con atención semejante a la estupidez.

Gonzalo comenzó a hacer esfuerzos desesperados por sostener la conversación con su futura, esposa y suegra; pero aquélla no despegaba los labios, dominada, sin duda, por la vergüenza, y doña Paula andaba muy lejos de ser una madame Stael. Como tampoco él había colaborado en el Diccionario de la Conversación, el resultado era que ésta no prosperaba. Por cartas había llegado a tener confianza.

Mientras Ricardo rehusaba y el caballero insistía, Marta no despegaba los labios, pero se advertía en su rostro la zozobra y en los ojos suplicantes el vivo deseo de retenerle.