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Hacía varios años que Pep había satisfecho su deuda, y sin embargo, aquellas buenas gentes seguían llamándole amo, y al verle ahora sentían la impresión del que se halla en presencia de un ser superior. Pep Arabi fue presentando a su familia. La atlota era la mayor, y se llamaba Margalida: una verdadera mujer, aunque sólo tenía diez y siete años. El atlot, que era casi un hombre, contaba trece.

Su acento sincero y apasionado no dejó dudas al payés. ¡Luego es verdad! exclamó . Algo de eso me había dicho la atlota llorando cuando yo le pregunté el motivo de la visita del señor... Yo no la creí al principio. ¡Las muchachas son tan pretenciosas! Se imaginan que todos los hombres andan locos tras ellas... ¿Conque es verdad?...

Deliberaban los solicitantes para el buen orden del cortejo, y uno tras otro iban a sentarse al lado de la atlota hablando con ella los minutos marcados. Si alguno, enardecido por la conversación, se olvidaba de los compañeros, dejando pasar el tiempo, éstos se lo advertían con toses, miradas furiosas y palabras de amenaza.

¡Margalida! ¡Margalida! Y tras estos llamamientos, que excitaban la curiosidad de la atlota haciendo que elevase los ojos para fijarlos interrogantes en los de Febrer, éste se lanzó por fin a hablar, preguntándola por los progresos de su noviazgo. ¿Se había decidido por alguien? ¿Quién iba a ser el afortunado? El Ferrer... ¿el Cantó?...

El padre sonrió, orgulloso y turbado por estos elogios. «¡Saluda, atlota! ¿Cómo se dice?...» La hablaba como si fuese una niña, y ella, con los ojos bajos, el rostro coloreado por una llamarada de sangre, cogiendo con la diestra una punta de su delantal, murmuró trémula algunas palabras en ibicenco: «No; no soy guapa. Servidora de vuestra mercé...»

Las dos manos de Febrer estrecharon la diestra de Margalida. ¡Ay! ¿era verdad lo que decía el capitán?... Sus ojos buscaron los de la atlota, que permanecían bajos, mientras la emoción blanqueaba sus mejillas y hacía palpitar las alas de su nariz. Ahora, besaos dijo Valls, empujando suavemente a la muchacha, hacia el enfermo.

Venía a sentarse allí porque le gustaba contemplar el mar desde la altura. Sentíase mejor a la sombra de la torre; ningún amigo le turbaba con su presencia y podía componer libremente los versos de un romance para el próximo baile en el pueblo de San Antonio. Jaime sonrió al oír las tímidas excusas del cantor. Seguramente que sus versos eran dedicados a alguna atlota.

Al encontrarse se estrecharon la mano. «¿Has estado en Valldemosa?...» Toni sabía ya su viaje, gracias a la facilidad con que circulan las más insignificantes noticias en el ambiente monótono y calmoso de una ciudad provinciana ávida de curiosidades. Algo más cuentan dijo Toni en su mallorquín de campesino , algo que me parece mentira. ¿Dicen que te casas con la atlota de don Benito Valls?

Cada atlota podía bailar con varios hombres sin esfuerzo alguno, rindiéndolos. Era el triunfo de la pasividad femenil, que sonríe ante la jactancia arrogante del sexo contrario, sabiendo que acabará por verlo humillado... La salida de la primera pareja pareció arrastrar a los demás.

Las mujeres agrupáronse chillando con instantáneo susto; los hombres quedaron indecisos; pero al momento, reponiéndose todos, prorrumpieron en gritos de aprobación y aplausos. ¡Muy bien! El Ferrer había disparado la pistola a los pies de su pareja: la suprema galantería de los hombres valientes; el mayor homenaje que podía recibir una atlota de la isla.