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A la salida, Sánchez Morueta sólo osaba poner el pie en la calle cuando tenía su carruaje cerca y podía escapar, ante la mirada atónita de los solicitantes que esperaban horas y más horas.

Algunas semanas más tarde, este hecho era ya conocido por los porteros de todo el barrio, por los solicitantes que acudían a la oficina, hasta por el agente de policía de servicio en la esquina de la calle. Las señoritas mecanógrafas de las secciones vecinas se asomaban un instante a la puerta para ver al hombre original a quien le gustaban las negras.

Silas se vio entonces bruscamente asaltado en su choza, ya sea por madres que deseaban que, por medio de sortilegios, les curara la tos convulsa a sus hijos, o que a ellas mismas les hiciera bajar la leche; ya sea por hombres que necesitaban drogas contra los reumatismos o los nudos en los dedos. Para evitar una negativa, los solicitantes llevaban dinero en el hueco de la mano.

En cuanto a Felipe, diremos que pasó inadvertido, anulado en absoluto, por el brillo de sus dos rivales, y por lo que toca a Antoñita será justo consignar que, otorgando el premio de sus atenciones a tenor del mérito de los solicitantes, estuvo encantadora con el primero, graciosamente amable con el segundo, y fríamente cortés con el tercero.

Los compañeros, los solicitantes y los porteros felicitaban a Kotelnikov, que les daba las gracias y saludaba con la muerte en el alma. La velada anterior a su boda la pasó en casa del subjefe.

Era la primera vez después del luto que las dos pobres mujeres se encontraban en un salón elegante de otro modo que como solicitantes y en medio de aquella atmósfera de comodidades en que habían vivido tanto tiempo. La condesa puso en su acogida ese tacto exquisito, esa rara urbanidad que no dan con frecuencia ni el nacimiento ni la fortuna y que ella poseía en alto grado.

Deliberaban los solicitantes para el buen orden del cortejo, y uno tras otro iban a sentarse al lado de la atlota hablando con ella los minutos marcados. Si alguno, enardecido por la conversación, se olvidaba de los compañeros, dejando pasar el tiempo, éstos se lo advertían con toses, miradas furiosas y palabras de amenaza.

Luego calculaba el tiempo de que podía disponer en la velada antes de que le rindiese el sueño, y teniendo en cuenta el número de solicitantes, lo dividía a tantos minutos cada uno.

Don Antolín y otros sacerdotes creyeron que el joven se había trasladado a Madrid por ambición, para engrosar el número de clérigos solicitantes. Gabriel era el único que conocía el verdadero destino de don Martín.

Entre los varios adoradores y solicitantes que su mano tuvo, y que entraban y caían de su gracia alternativa y rápidamente, llegó uno que logró fijar algo más su atención. Llamábase Tomás Osorio. Era un joven de veintiocho a treinta años de edad, rico, exiguo y delicado de figura, de rostro agraciado y genio vivo y resuelto.