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Kotelnikov saludó, y aunque se tambaleaba un poco a causa de la cerveza, todos convinieron en que era muy chic. Después de irse el subjefe, bebieron más, y todos juntos salieron a la calle, tropezando con los transeúntes. Kotelnikov marchaba en medio de sus camaradas, sostenido por Polsikov y Troitzky. No, muchacho decía ; no puedes comprenderlo. En las negras hay algo exótico.

Me alegraría mucho si usted, Jacobo Ivanich, pudiera serle útil; es muy interesante, y tales tendencias... ¿comprende usted?... hay que alentarlas. Dio unos golpecitos amistosos en la angosta espalda de Kotelnikov. El director, un francés de bigote negro y belicoso, miró al cielo como buscando una solución, y con un gesto decidido, exclamó: ¡Perfectamente!

El cual, al ver a su mujer, acarició su espesa barba y lanzó un profundo suspiro. El también sentía cierta admiración por Kotelnikov, con motivo de su originalidad. Cuando se inclinó sobre el moribundo, éste, haciendo acopio de todas sus fuerzas, exclamó: ¡Aborrezco a ese diablo negro!

Muy sencillo: una raya blanca, otra negra; una raya blanca, otra negra... Como las cebras explicó Polsikov, a quien le inspiraba gran lástima su desgraciado amigo. ¡No, no es posible! exclamó Kotelnikov, poniéndose muy pálido. Nastenka no podía ya contener las lágrimas, y, sollozando, huyó a su cuarto, llenando de emoción a los asistentes.

¡Y, sin embargo, me gustan! insistió modestamente Kotelnikov. ¡Allá usted! dijo el subjefe . Yo, por mi parte, detesto a esas bestias color de betún. Todos sintieron una especie de satisfacción al pensar que había entre ellos un hombre tan original que se pirraba por las negras. Con este motivo, los comensales de Kotelnikov pidieron seis botellas más de cerveza.

Kotelnikov decía a todos que estaba encantado con su mujer y con su hijo; pero nunca se daba prisa en volver a casa, y, cuando volvía, se detenía largo rato ante la puerta.

Este, a su vez, le condujo a un café cantante y le presentó al director, el señor Jacobo Duclot. Este señor dijo el revistero al director, haciendo avanzar a Kotelnikov adora a las negras. Nada más que a las negras; las demás mujeres le repugnan. ¡Un original de primer orden!

¿Es verdad que a usted... que a usted...? El director buscaba palabras. ...¿Que a usted le gustan las negras? ¡, excelentísimo señor! El director miró con ojos asombrados a Kotelnikov, y preguntó: Pero vamos... ¿por qué le gustan a usted? ¡Ni yo mismo lo , excelentísimo señor! Kotelnikov sintió de pronto que el valor le abandonaba. ¿Cómo? ¿No lo sabe usted? ¿Quién va a saberlo, pues?

Miraban con cierto desprecio a las otras mesas, en las que no había un hombre de tanta originalidad. Las conversaciones terminaron. Kotelnikov estaba orgullosísimo de su papel. Ya no encendía él sus cigarrillos, sino que esperaba a que el criado se los encendiese. Cuando las botellas de cerveza estuvieron vacías, se pidieron otras seis.

Afirmaban insidiosamente que estaba en ayunas en lo atañedero a las negras. Sin embargo, no mucho después, un periódico publicó una interviú con él, en la que Kotelnikov declaraba francamente que le gustaban las negras porque había en ellas algo exótico. A partir de aquel día, su estrella comenzó a brillar con más fulgor aún.