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Los compañeros, los solicitantes y los porteros felicitaban a Kotelnikov, que les daba las gracias y saludaba con la muerte en el alma. La velada anterior a su boda la pasó en casa del subjefe.

En aquellos momentos experimentaba un gran deseo de abandonar la capital e irse a ver a su pobre madre. Miss Korrayt no sabía palabra de ruso; pero, por fortuna, no faltaron intérpretes voluntarios que se encargaron gustosísimos de la delicada misión de traducir los cumplimientos entusiásticos que la negra dirigía a Kotelnikov.

Cuando Kotelnikov besó por primera vez la mano a miss Korrayt, la emocionante escena tuvo por testigos a todos los artistas y a no pocos espectadores. Un viejo comerciante, incluso lloró de entusiasmo en un acceso de sentimientos patrióticos. Después se bebió champaña.

¡No, amigo, te engañas! insistía a su vez Kotelnikov . Porque, mira, hay algo en las negras... Iban tambaleándose un poco, ligeramente borrachos, hablando en alta voz, tropezando con la gente y muy satisfechos de mismos. Una semana después, todo el departamento sabía ya que al empleado público Kotelnikov le gustaban mucho las negras.

Dice que no ha visto en su vida a un gentlemán tan guapo y simpático. ¿No es eso, miss Korrayt? Ella agitaba la cabeza afirmativamente, enseñaba su dentadura, parecida al teclado de un piano, y volvía a todos lados los platos de sus ojos. Kotelnikov movía también la cabeza, saludando, y balbuceaba: Hagan el favor de decirle que en las negras hay algo exótico. Y todos estaban tan contentos.

El grueso Polsikov dijo a Kotelnikov en tono de reproche: ¿Por qué no nos tuteamos? Ya que desde hace tantos años trabajamos juntos... ¡No tengo inconveniente! ¡Con mucho gusto! aceptó Kotelnikov. Tan pronto se entregaba de lleno a la alegría de verse, al fin, comprendido y admirado, como sentía el vago temor de que le pegasen.

Las muchachas menores parecían un poco confusas; pero la mayor, Nastenka, que gustaba de leer novelas, estaba visiblemente intrigada e insistía en que Kotelnikov le explicase las verdaderas razones de su afición a las negras. ¿Por qué justamente las negras? preguntábale. Todos estaban contentos, y cuando Kotelnikov se fue, hablaron de él con afecto.

A partir de aquella misma tarde, Kotelnikov empezó a hacerle la corte a una negra, miss Korrayt, que tenía lo blanco de los ojos del tamaño de un plato y la pupila no más grande que una olivita. Cuando, poniendo tal máquina en movimiento, jugaba ella los ojos con coquetería, Kotelnikov sentía recorrer su cuerpo un frío mortal y flaquear sus piernas.

Tras no pocas vacilaciones, escribió a su madre noticiándole su matrimonio, y, con gran asombro, recibió una respuesta alegre. También ella estaba satisfecha de que su hijo fuera un hombre tan original y de que el propio director hubiera sido su padrino. A los dos años de su boda, Kotelnikov murió del tifus. Momentos antes de morir hizo llamar al sacerdote.

Cuando a la mañana siguiente llegó a la oficina, bien peinado y vestido, con una corbata encarnada y cierta cara de misterio, no cabía duda de que a aquel hombre le encantaban las negras. Poco tiempo después, el subjefe, que manifestaba un gran interés por Kotelnikov, le presentó a un revistero de teatros.