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Cuando ya no cupo duda de que Egor Timofeievich Pomerantzev, el subjefe de la oficina de Administración local, había perdido definitivamente la razón, se hizo en su favor una colecta, que produjo una suma bastante importante, y se le recluyó en una clínica psiquiátrica privada.

A la sazón visitaba frecuentemente a la familia de su subjefe, que le recibía con los brazos abiertos. Nastenka lloraba a veces pensando en el terrible destino reservado a aquel aficionado a las negras. Kotelnikov, sentado a la mesa, sentía sobre él las miradas de piedad de toda la familia y se esforzaba en dar a su rostro una expresión melancólica y al mismo tiempo exótica.

Cuando a la mañana siguiente llegó a la oficina, bien peinado y vestido, con una corbata encarnada y cierta cara de misterio, no cabía duda de que a aquel hombre le encantaban las negras. Poco tiempo después, el subjefe, que manifestaba un gran interés por Kotelnikov, le presentó a un revistero de teatros.

El propio subjefe, que se había excedido un poco en la bebida, le dirigió una pregunta algo turbadora: ¿Podría usted decirme de qué color serán los niños? ¡Serán a rayas! observó Polsikov. ¿Cómo a rayas? exclamaron, asombrados, los asistentes.

El mismo Kotelnikov se rió, un poco confuso, y enrojeció de gusto; pero al mismo tiempo le asaltó un ligero temor: el de que aquello le causase disgustos. ¿Lo dice usted seriamente? preguntó el subjefe cuando acabó de reírse. ¡Y tan seriamente! Hay en las mujeres negras un gran ardor y algo... exótico. ¿Exótico?

Sin embargo, un minuto después, como se acordase de su excelencia, del subsidio que le habían dado, de su subjefe, de Nastenka, y viese a su mujer llorar, añadió, con voz dulce: Me encantan las negras... Hay en ellas algo exótico. Procuró iluminar su rostro con una sonrisa feliz, y con la sonrisa en los labios se fue al otro mundo.

¡Y, sin embargo, me gustan! insistió modestamente Kotelnikov. ¡Allá usted! dijo el subjefe . Yo, por mi parte, detesto a esas bestias color de betún. Todos sintieron una especie de satisfacción al pensar que había entre ellos un hombre tan original que se pirraba por las negras. Con este motivo, los comensales de Kotelnikov pidieron seis botellas más de cerveza.

Los compañeros, los solicitantes y los porteros felicitaban a Kotelnikov, que les daba las gracias y saludaba con la muerte en el alma. La velada anterior a su boda la pasó en casa del subjefe.

Kotelnikov recibía estas muestras de atención con su modestia habitual. Un día se decidió a hacer una visita a su subjefe; mientras tomaba te con confitura de cerezas, hablaba de las negras y de algo exótico que había en ellas.

Antón Ivanich, el subjefe de la oficina, por poco si deja caer la copa de vodka que se llevaba a los labios; un criado dirigió al que había pronunciado tales palabras una mirada de asombro; todos volvieron la cabeza para ver quién había dicho aquella cosa extraña.