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Después de todo, en ella no había envejecido nada, nada más que aquel rostro que se empeñaba en ajarse y aquella cabeza que producía con horrible feracidad cabellos blancos. La carne de su cuerpo, su pecho, sus brazos, sus espaldas, conservaban la misma tersura de alabastro, el mismo brillo adorable, sello de una raza fina y hermosa.

Para él no existían quemaduras ni costurones; todo era como antes tersura, nácar y alabastro; sus notas se arrastraban siempre lánguidas, voluptuosas, enamoradas. En casa del fisiólogo nada se sospechaba del fondo sensual que encerraban. Sánchez no podía reparar en tales futilezas. D.ª Carolina iba poco por el café y estaba muy lejos de presumir que existiese en la tierra tal desinteresado amor.

-No con menor lo cuento yo -respondió don Quijote-; y así, digo que el venerable Montesinos me metió en el cristalino palacio, donde en una sala baja, fresquísima sobremodo y toda de alabastro, estaba un sepulcro de mármol, con gran maestría fabricado, sobre el cual vi a un caballero tendido de largo a largo, no de bronce, ni de mármol, ni de jaspe hecho, como los suele haber en otros sepulcros, sino de pura carne y de puros huesos. Tenía la mano derecha (que, a mi parecer, es algo peluda y nervosa, señal de tener muchas fuerzas su dueño) puesta sobre el lado del corazón, y, antes que preguntase nada a Montesinos, viéndome suspenso mirando al del sepulcro, me dijo:

Amor parecía que volaba en los aires y lo llenaba todo; amor decían las vihuelas; de amor, escuchando en sus oscuros miradores palpitaba, sin saber por quién, y toda en imaginaciones sin sujeto, doña Guiomar, y amor iba emponzoñando en su dulce veneno el corazón del familiar, que veía delante de sus ojos, aunque allí no estaba, las doradas hebras de los sedosos cabellos de la viuda, y su frente de alabastro, y sus labios, que a una entreabierta granada se asemejaban, y sus ojos, con los que el claro azul del cielo de la alborada no pudiera competir; y batallaba el mísero con aquel amor que tan de súbito se le había metido en el alma, como si hubiera sido tentación de Satanás, y no fuego celeste, que del infierno venía, y había tomado por bellas ventanas por donde asomarse y dejarse ver en la tierra los divinos ojos de la indiana.

Aquí dio un gran suspiro don Quijote, y dijo: -Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa que yo la sirvo; sólo decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad, por lo menos, ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas.

Mutileder, que venía de salones donde había mucha luz, nada veía al principio, e imaginó que el salón en que acababa de entrar estaba a oscuras; pero sus pupilas se dilataron muy pronto, y notó que una luz velada y dulce iluminaba aquella estancia, difundiéndose desde el seno de tres lámparas de alabastro.

37 Y he aquí una mujer que había sido pecadora en la ciudad, cuando entendió que estaba a la mesa en casa de aquel fariseo, trajo un alabastro de ungüento, 40 Entonces respondiendo Jesús, le dijo: Simón, una cosa tengo que decirte. Y él dice: Di, Maestro. 41 Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; Di, pues, ¿cuál de éstos le amará más?

Los corpiños eran bajos; pero la camisa, alta, plegado el cuello, con un cabezón labrado de seda negra, puesta una gargantilla de estrellas de azabache sobre un pedazo de una coluna de alabastro: que no era menos blanca su garganta; ceñida con un cordón de San Francisco, y de una cinta pendiente, al lado derecho, un gran manojo de llaves.

Vamos basta de lloros, bésame, y que no vuelva a verte hasta después del baile, si es que no dejo la piel. Melia se puso talmente pálida, que se la hubiera podido tomar por una estatua de alabastro... Kernok... déjeme a su lado murmuró, y arrojó sus brazos al cuello del pirata, que se estremeció un momento y después la rechazó. ¡Vete! exclamó ; ¡vete!

Sus facciones, notablemente correctas y delicadas: perfil griego, frente pequeña y bonita, nariz recta, labios rojos un poco gruesos; la tez, un prodigio de la naturaleza, mezcla de alabastro y nácar, de rosas y leche, debajo de la cual corría la vida abundante y rica. Los cabellos, negros y brillantes, estaban sueltos, manchando con el aceite perfumado la almohada de batista.