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Sin embargo, aquel largo, vueludo gabán, que el gran antropólogo gastaba desde su memorable conversión a las ciencias positivas, llamaba la atención de los transeúntes. La llamaba especialmente cuando el viento, introduciéndose entre sus pliegues, lo agitaba. Entonces el insigne fisiólogo tomaba la apariencia de un negro bergantín desplegando sus velas para alguna lejana región desconocida.

Se escribió desde Carabanchel una carta al loco, «el más insigne antropólogo con que hoy contaba la Europa civilizadanoticiándole la existencia de cierto individuo que ofrecía en sus funciones vitales algunas anomalías reversivas con extraños caracteres zoológicos que hasta entonces no había podido descifrar ningún fisiólogo.

Claro está que desde entonces no volvió a hablarse de él en la casa del fisiólogo; es decir, se habló, y mucho, pero fue siempre para vejar al ilustre antropólogo, quien por largo tiempo no pudo gozar de tranquilidad a la hora de comer. Por fortuna, un suceso próspero vino a borrar aquella impresión fatal.

¡Que se vaya! ¡que se vaya! repitió la joven con más fuerza. Háblele usted por el agujero de la llave. No hay otro medio dijo la esposa del fisiólogo empujando a Timoteo.

Saltaba alegremente el carruaje sobre el empedrado de las calles. El gran fisiólogo iba de humor excelente y departía sobre su famoso descubrimiento con Rivera, que apoyaba con vivos movimientos de cabeza sus disquisiciones. Luego que salieron de la villa y empezaron a correr por la carretera tuvieron un gracioso encuentro.

Antes de llegar a la puerta el fisiólogo dejó al niño en la acera solo, después de cerciorarse de que no había nadie observándolos, y adelantándose con premura ordenó a la portera que fuese a comprarle cigarros mientras él se quedaba al cuidado. Salió la mujer al estanquillo, que estaba a la derecha de la casa.

Por fin tropezó con ciertos bohemios que se prestaron a venderle uno valetudinario y sarnoso. Se lo hicieron pagar bastante caro, visto el afán que por él mostraba. Cuando nuestro fisiólogo se encontró a solas en su laboratorio en presencia de aquel ser, su precursor inmediato, sintió emoción indefinible. Un respeto profundísimo se apoderó de su mente.

En aquel instante un golpe violentísimo hizo saltar el pestillo de la puerta. Batió ésta con estrépito contra la pared. Escuchose un grito extraño, desgarrador; y unas manos crispadas se agarraron como tenazas a la garganta del fisiólogo.

D.ª Carolina no hizo caso alguno de estas observaciones. Antes tomó pie de ellas para vejar al fisiólogo, maldiciendo de sus aficiones y recordándole con pesadísimas palabras las quemaduras de su hija. Insistió a los pocos días con idéntica suavidad. Nada. La esposa respondió aún con más acritud y desprecio.

Mi teoría añadió, está plenamente confirmada, y, como fisiólogo, tengo que declararme satisfecho; pero, como médico, quisiera ante todo curaros, y el estado en que he visto a ese infeliz no me inspira demasiadas esperanzas. ¡Vos le salvaréis, doctor! Por lo pronto, no me pertenece actualmente: se encuentra al servicio de un colega mío que le estudia con cierta curiosidad.