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En las tabernas, que no eran pocas, se oía mucha algazara. Era ya casi noche. Úrsula le fue guiando al través de aquella calle larga y tortuosa, que era la única de la parroquia de San Pedro, hasta una plazoleta en cuyo centro bailaba un grupo de muchachas. La batelera se detuvo delante de una casa vieja con escudo sobre la puerta, y se arrimó a la ventana de la tienda donde había estanquillo.

El, periódico lo arreglaría todo. ¡Ay del que se rebelara contra las reclamaciones de la prensa! En el estanquillo de doña Rafaela, de la calle de San Florencio, donde se reunían algunas honradas matronas de la vecindad con las cuales gustaba conversar algún rato, entregado a los palillos, también le hablaron del Faro. Allí se fijaban preferentemente en el folletín.

Veíase en Peñascosa haciendo la vida de hidalgo desocupado, sometido como un niño de diez años a la autoridad despótica de su padre. Su espíritu imaginativo, soñador, no podía soportar aquella inacción. Comenzó a leer a hurtadillas novelas que le proporcionaba una señora que tenía estanquillo en la calle del Cuadrante.

Se habrá ido a su cuarto, se dijo, y bajó tristemente la escalera para restituirse a la tertulia; pero al cruzar por delante de la puerta del estanquillo que estaba a oscuras, se le ocurrió meter la cabeza dentro y decir: Maximina. ¿Qué? contestó una voz apagada. ¡Oh, picarilla! ¿está V. aquí? Y se introdujo en la tienda. ¿Dónde está V.? Aquí. Deme V. la mano. ¿Para qué, para besarla?

Antes de llegar a la puerta el fisiólogo dejó al niño en la acera solo, después de cerciorarse de que no había nadie observándolos, y adelantándose con premura ordenó a la portera que fuese a comprarle cigarros mientras él se quedaba al cuidado. Salió la mujer al estanquillo, que estaba a la derecha de la casa.

Francisco De Pas, un licenciado de artillería, que entraba mucho en casa del cura, de quien era algo pariente, la había requerido de amores y ella le había contestado a bofetadas el cura se puso colorado; se acordó de la patada que había recibido él pero el licenciado había sido terco, y había vuelto a requebrarla, y a prometerla casarse en cuanto sacaran el estanquillo que le tenían prometido los del Gobierno; ella se había tranquilizado y desde entonces admitía al habla aquel buque sospechoso.

Muchas veces se reía pensando: ¡Si el conde de Ríos me viera jugando al florón! Al domingo siguiente se bailó, como el día en que él llegara había prometido a Maximina entrar en el corro si ella bailaba. La niña, confiando en esta promesa, se decidió a ello, pero el huésped no quiso cumplir la palabra, y se quedó sentado delante del estanquillo como simple espectador.

¡Vete de ahí le gritó ; vete, maldito, que nos apestas! Anda, pellejo, despabílate. Chinto la consideraba atónito, con los brazos colgantes, abriendo cuanto podía los ojos, cual si por ellos oyese. Que te largues; ¡repelo contigo!, que no se aguanta ese olor: confundes a la gente. ¿A qué apestas, demontre? preguntó la tullida . Serán esos puros del estanquillo.

Desde lo alto del bosque corría un hilo de agua, saltando de piedra en piedra, hasta dar con su fatigado cuerpo en un estanquillo que servía de depósito para alimentar el chorro de que se abastecían los vecinos.

Enterose con amabilidad de los pormenores de su vida y fue poco a poco ganando su confianza, haciéndola hablar con más desembarazo. Pero el baile se había deshecho. Algunas jóvenes se fueron para sus casas; otras, y con ellas algunos galanes, vinieron a sentarse delante del estanquillo, para lo cual doña Rosalía les consintió sacar más sillas y un banco largo.