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Actualizado: 24 de julio de 2025
El barómetro era el único que en aquellos momentos de angustia tenía elocuencia: esta, aunque muda, poseía la más fuerte de las razones. ¡La convicción de la realidad! El descenso de la columna barométrica vertía en nuestra alma las mismas amarguras que tan magistralmente describe el gran fisiólogo del corazón humano en la reducción de su piel de zapa.
¡Silencio! exclamó el antropólogo con terrible mirada. Y sacando al mismo tiempo del bolsillo del gabán un enorme cuchillo resplandeciente, añadió: Como digas una sola palabra te corto ahora mismo el cuello. El niño quedó paralizado por el terror. Hizo un pucherito y pronto rompería a gritar si el fisiólogo con certero movimiento no le hubiese tapado la boca.
Al cabo éste, pensando en la tribulación de su suegro, le buscó por toda la casa sin hallarlo. Subió a la buhardilla, que le servía de laboratorio, y antes de llegar escuchó sus pasos, firmes, acompasados, por la habitación. Miró por el agujero de la cerradura. En efecto, el célebre fisiólogo se paseaba lentamente, con las manos en los bolsillos, de un rincón a otro de la estancia, atestada de frascos y retortas, estampas de anatomía e instrumentos de física. Tenía los bigotes aún más caídos que de ordinario; los ojos aún más opacos.
El fisiólogo comprendió que era de todo punto imposible la realización de aquel matrimonio. Por la noche, hallándose a solas, se lo hizo entender así a su esposa con la debida suavidad: no habría exageración en decir timidez. Expuso las razones que tenía para hallar tal unión desacertada, todas rigorosamente científicas y basadas en los últimos progresos de la antropología.
La esposa del fisiólogo se levantó del asiento, tomó de la mano gravemente al artista y le llevó consigo fuera de la sala. Timoteo se dejó arrastrar presa de una emoción que le privaba por completo del uso de sus facultades mentales y a medias del juego de las rodillas. Llegaron al pasillo, y allá a lo lejos columbraron la silueta de Presentación.
El sabio fisiólogo había conocido a primera vista una de esas enfermedades de languidez en las que la inercia del enfermo paraliza los esfuerzos del médico y en las que el abatimiento moral hace inútil la ciencia más profunda. Tendrá usted que usar de toda su influencia, señorita, para galvanizar esta energía que se apaga.
Ha sido un malvado fisiólogo que quería hacer con él un experimento... ¡Matadlo! ¡Matad a ese asesino!...Me ha robado mi nieto... Me ha robado el descubrimiento. ¡Matadlo! ¡matadlo! Después de este rapto de exaltación quedó tranquilo. Paseó con extravío sus ojos por la estancia, convirtiolos a su nieto, y su faz reflexiva se fue serenando poco a poco. ¡Es preciso! ¡es preciso! repitió sordamente.
El sabio fisiólogo, en presencia de varios amigos y del mismo Mario, expresó sus opiniones acerca de las bellas artes, basadas todas, como es lógico, sobre los últimos adelantos de las ciencias naturales. No admitía más arte que el fundado en la experimentación. Todo lo que se había hecho hasta entonces le parecía enteramente pueril.
Palabra del Dia
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