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Hablaba como una carreterona, y tenía un toser perruno y una carraspera que tiraban para atrás. A veces pedía por el camino de Carabanchel, y de noche se quedaba a dormir en cualquier parador.

Salieron Isidora y Augusto de la morada de la sinrazón y se alejaron silenciosos del tristísimo pueblo, en el cual casi todas las casas albergan dementes. Isidora no hablaba, y el charlatán Miquis, respetando su dolor, tan sólo indicó esto: «En Carabanchel hallaremos coches. Dicen que van a poner un tranvía».

Mas a la postre tales precauciones resultaron inútiles. Salabert se escapó de casa en distintas ocasiones y dió públicas señales de su enajenación. Una vez se le halló a las cuatro de la mañana cerca de Carabanchel. Otra vez entró en una joyería, y después de ajustar algunas alhajas sustrajo otras creyendo que no le veían.

En una de sus entrevistas con Ríos, Miguel, cansado al fin por tanta dilación, le rogó que aceptase cuantas condiciones quisieran poner los contrarios. En virtud de esto, quedó convenido que el duelo se efectuase a sable con punta. Hora, las siete de la mañana; sitio, la quinta de Vistalegre, en Carabanchel.

La señá Juliana, que es la que ahora corta el queso en la casa de mi señora, y todo lo suministra... en buen hora sea... me ha dado este duro. Te llevaré a los palacios de Bernarda, y mañana veremos. Mañana, dir nosotros Hierusalaim. ¿A dónde has dicho? ¿A Jerusalén? ¿Y dónde está eso? ¡Vaya, que querer llevarme a ese punto, como si fuera, un suponer, Jetafe o Carabanchel de Abajo!

Esperó un momento a ver si sólo iba a dejar algún recado, y como no saliese se alejó tranquilamente en dirección a la plazuela de Santa Cruz. Se detuvo en un puesto de flores. La florista, al verle llegar, le sonrió como a un antiguo parroquiano y echó mano al ramo de rosas blancas y violetas que sin duda estaba ya preparado para él. Dirigióse a la Plaza Mayor y tomó el tranvía de Carabanchel.

Se escribió desde Carabanchel una carta al loco, «el más insigne antropólogo con que hoy contaba la Europa civilizadanoticiándole la existencia de cierto individuo que ofrecía en sus funciones vitales algunas anomalías reversivas con extraños caracteres zoológicos que hasta entonces no había podido descifrar ningún fisiólogo.

Sólo con el auxilio de las anteriores reflexiones puedo comprender el carácter de don Periquito, ese petulante joven, cuya instrucción está reducida al poco latín que le quisieron enseñar y que él no quiso aprender, cuyos viajes no han pasado de Carabanchel; que no lee sino en los ojos de sus queridas, los cuales no son ciertamente los libros más filosóficos; que no conoce, en fin, más ilustración que la suya, más hombres que sus amigos, cortados por la misma tijera que él, ni más mundo que el salón del Prado, ni más país que el suyo.

Después de saludarse afectuosamente, subieron al carruaje, y éste comenzó a rodar por las calles silenciosas con áspero traqueteo. Cuando salieron por la puerta de Toledo, comenzaba a rayar el día. Al llegar a Carabanchel ya estaba claro. Durante el trayecto, el general y Merelo no cesaron de hablar de política. La mañana despejada.

A la otra parte la fábrica del gas... ¡oh prodigios de la industria!... Luego el cielo espléndido y aquellos lejos de Carabanchel, perdiéndose en la inmensidad, con remedos y aun con murmullos de Océano... ¡sublimidades de la Naturaleza!... Andando, andando, le entró de improviso un celo tan vehemente por la instrucción pública, que le faltó poco para caerse de espaldas ante los estólidos letreros que veía por todas partes.