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Alentada por su amiga, abrigaba algunas esperanzas, por remotas que fuesen, de salvar a su marido, escapando ella misma a tormentos morales en que temía dejar la razón, y por esta causa vigilaba con anhelante interés los más pequeños actos, las más insignificantes palabras de Jacques.

La bella arlesiana había perdido ya las esperanzas y la paciencia. Nadie le escribía de Corfú; no sabía noticias de su amante ni de su hijo; el doctor, ocupado en cosas más importantes, ni siquiera le había dado el pésame por la muerte de su marido. Comenzaba a dudar del señor de Villanera y se comparaba a Calipso, a Medea, a la rubia Ariadna y a todas las abandonadas de la fábula.

Después de largas reflexiones me ha parecido que sería muy caritativo ocultar á mi vieja amiga la ruina absoluta de sus esperanzas. Por muy legítimo que sea el carácter de este engaño, sentí, sin embargo, la necesidad de hacerlo sancionar por alguna conciencia delicada.

Feli reía con entusiasmo infantil, no sintiendo la menor duda acerca de las esperanzas de su amante, creyendo que estos ensueños podían realizarse al día siguiente.

No se quejaba, no acusaba a nadie, no desesperaba por nada. Sin ninguna ilusión tenía la tenacidad de las esperanzas ciegas y lo que en otros habría parecido orgullo, no existía en él más que como sentimiento muy exactamente determinado de su derecho.

Pensaba llevarlo a la consulta al día siguiente, y así se lo dijo, mostrándose el ciego conforme en todo con lo que la voluntad de ella quisiese determinar. Mientras comían, le entretuvo y alentó con esperanzas y palabras dulces, ofreciéndole ir, como él deseaba, a Jerusalén o un poquito más allá, en cuanto recobrara la salud. Mientras no se le quitara el sarpullo, no había que pensar en viajes.

Cuando abandoné el siglo y el mundo y vine a refugiarme en el claustro, me impulsaban y halagaban ambiciosas esperanzas que también al fin se han desvanecido.

Todos aquellos que al igual que yo salen de la nada para llegar a ser algo, vienen a donde yo estoy, a la ciudad de los libros, en un rincón desierto, consagrado por cuatro o cinco siglos de heroísmos, de trabajos, de penurias, de sacrificios, de esperanzas abortadas, de suicidio y de gloria. Es una residencia muy triste, pero muy bella.

En el mismo momento en que mis esperanzas habían llegado al más alto grado y parecían próximas a ver realizados sus ensueños, debido a la declaración de la señora Percival, había caído el golpe terrible sobre ellas, y comprendí en el acto que era imposible todo amor entre nosotros.

Bajó con esperanzas de encontrarla en la cocina, y al pasar ante la puerta del gran despacho próximo al archivo, donde se había instalado don Pedro desde el nacimiento de su hija, vio salir de allí a la moza, en descuidado traje y soñolienta. Las reglas psicológicas aplicables a las conciencias culpadas exigían que Sabel se turbase: quien se turbó fue Julián.