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El padre de Echeloría, que no tenía nada de lerdo, notó en seguida el amor de la muchacha y procuró acabar con él, porque el primito no poseía otro patrimonio que su apasionado corazón; pero Echeloría estaba prendada de veras, y el padre, que en el fondo era un bendito, se avino y se resignó al cabo a que Mutileder aspirase a ser su yerno.

De esta suerte, en soliloquios románticos, acerbos y dignos de Hamlet, siempre que estaba sin Chemed; y en coloquios amenos, en pláticas tiernas, y en juegos y risas, cuando Chemed aparecía, vivió Mutileder; y así se pasó el tiempo, caminó la nave, se detuvo en varios puntos de África y en algunas islas del archipiélago de Grecia, y llegó al fin a Tiro, capital entonces de Fenicia desde la ruina de Sidon, cuando los filisteos, rubios descendientes de Jafet, vinieron de Creta por mar, mientras que del lado del desierto de Arabia entraban los israelitas en la tierra de Canaan y lo llevaban todo a sangre y fuego.

Echeloría, por naturaleza y por arte, por herencia y por conquista, era un primor. Y Mutileder, que con razón la adoraba, no la lloró perdida, con femenil amargura, sino que, agitando su garrote y haciendo crujir la honda con chasquidos estruendosos, juró buscar a su amada, librarla del raptor, y vengarse de éste descalabrándole de una buena pedrada o moliéndole a palos.

Si Chemed hubiera sabido que Mutileder hablaba corrientemente el fenicio, como en efecto le hablaba, sin duda que se hubiera detenido; pero, no sabiéndolo ni sospechándolo, Chemed pasó de largo. Luego que Mutileder echó sapos y culebras por la boca y se desahogó cuanto pudo, acudió a dar a su presunto suegro la mala noticia del rapto, y a consolarle, si cabía consuelo en tamaño dolor.

Lo que diré, es que si una sala era lujosa, otra lo era más, y que el primor iba en aumento conforme se pasaban salas. Maravilloso silencio y sosiego apacible reinaban en todas ellas. No se veía ni un alma. Soledad y dulce misterio. Rica y leve fragancia de perfumes sabeos impregnaba el tibio ambiente. « ¿Qué será esto? decía Mutileder para su coleto. ¿Dónde me llevará esta buena señora

El paje entonces se escabulló sin saber cómo, y Mutileder se encontró frente a frente de una anciana y venerable dueña, la cual, con voz meliflua, le dijo: Sígueme, hermoso. Y Mutileder la siguió, algo ruborizado del intempestivo requiebro.

Y sencillamente Chemed tomaba la mano del inocente mozo, y la estrechaba entre las suyas y la retenía en cautividad, equilibrando el calor superior que había en las de ella con el calor que él tenía en su mano. Todavía se puso más interesante y bonito Mutileder cuando habló con efusión del eterno amor y de la fidelidad que él y Echeloría se habían jurado.

Aun no había tenido vagar para ver todo lo que le circundaba, cuando oyó Mutileder una voz blanda y argentina, que parecía salir de una garganta humana nueva y de una boca fresca, colorada y sana, porque todo esto se conoce en la voz, la cual le decía: Perdóname, amigo, que te haya hecho venir hasta aquí, deseosa de hablarte.

En medio de todo, Mutileder sentía cierto consuelo. Pensaba en que Echeloría había jurado serle fiel o morir, y daba por seguro que moriría antes que faltar a su promesa.

Sobre el negrísimo cabello lucía, prendido con gracia, un ramo de flores de granado. En todo esto reparó en conjunto Mutileder, pero sin analizar, como nosotros, porque estaba algo cortado y sin saber lo que le sucedía. La cosa no era para menos; sobre todo, tratándose de un mozuelo que, si bien despejado y audaz, carecía de experiencia y jamás se había visto en lances de aquel género.