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Actualizado: 23 de junio de 2025
Absorto, mudo, con la boca abierta, estaba Mutileder, cuando la dama se levantó y mostró de pié su gallarda estatura, esbelta y cimbreante como las palmas de Tadmor; y vino a él, y tomándole la mano, en la que él sintió como una conmoción eléctrica, le llevó a sí y le dijo: Siéntate. ¿Qué te asusta? Y Mutileder se sentó, al lado de la dama, en un taburete bajito.
A cualquiera exhorto, que los sufetes o jueces de Málaga enviasen contra Adherbal, era evidente que los sufetes tirios habían de dar carpetazo, haciendo la vista gorda. No había más recurso que resignarse y aguantarse, o tomar la venganza y la satisfacción por la propia mano. Esto último fue lo que decidió Mutileder con varonil energía.
El paje aplicó una llave a la cerradura, le dio dos vueltas, y la puerta se abrió sin ruido. Entró el paje, y le siguió Mutileder. Cerró el paje la puerta de nuevo, y quedaron él y nuestro amigo en la más completa oscuridad. El paje asió de la mano a Mutileder, y le guió por las tinieblas. Al cabo de poco tiempo vieron luz y una linterna que estaba en el suelo.
Preocupado con estos pensamientos de venganza, y como hombre que va a su negocio y que no viaja a lo touriste, Mutileder no quiso visitar las curiosidades de Jerusalén ni enterarse de nada de lo que allí sucedía, a no ser del paradero de Adherbal.
En vista de estas y de otras reflexiones, y de no pocos indicios y pruebas que vinieron después, el pobre Mutileder tuvo al fin que abrir los ojos, y que reconocer que Echeloría se había dejado querer, y hasta que pagaba a Salomón su cariño, queriéndole y siendo infiel y perjura a su Mutileder y a los juramentos hechos en Aratispi y en Churriana.
Imposible de toda imposibilidad era ya que Mutileder llegase a donde estaba el marino fenicio, quien se sustraía así a su venganza. Tiempo había de pasar, pampanitos había de haber, antes de que dicho marino se pusiese a tiro de su honda o al alcance de su garrote.
Dirigió Mutileder la vista hacia el punto de donde la voz procedía, y vio recostada lánguidamente en un ancho sofá a una dama morena y majestuosa como una emperatriz, vestida de blanca y flotante vestidura, con una cabellera abundante, lustrosa y negra como la endrina, y con unos ojos que parecían dos soles de luto, así por el fuego y los rayos que despedían, como por su oscuro color y por el color, no menos oscuro, de las cejas, de las largas y rizadas pestañas, y aun de los párpados suaves, cuyas sombras acrecentaban el resplandor fulmíneo de los referidos ojos.
Todos estos rumores llegaban cada vez con más consistencia a los oídos de Mutileder y le iban dando mucho que sentir y no poco que sospechar: le iban dando, permítaseme lo vulgar de la frase en gracia de lo gráfico, muy mala espina.
Temiendo que le faltasen las fuerzas y el valor para despedirse de Chemed, Mutileder preparó su viaje con el mayor sigilo, aprovechando la salida de una caravana; y, montado en un ligero dromedario, salió para Jerusalén, cuando Chemed menos lo sospechaba. Chemed lo supo y lo lloró al leer una carta que él escribió antes de partir y que entregó a Chemed una persona de toda confianza.
Chemed la leyó con lágrimas en los ojos y haciendo otros mil extremos de amoroso sentimiento. Mutileder, entre tanto, caballero en su dromedario y lleno de impaciencia, iba trotando y galopando hacia Jerusalén. Harto de la pausa con que la caravana marchaba, tomó un guía, poseedor de otro dromedario tan ligero como el suyo, y se adelantó al resto de sus compañeros de viaje.
Palabra del Dia
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