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Pero, prosiguiendo su soliloquio de preguntas, Chemed prosiguió también su camino, sin interrogar al mancebo, que parecía estar furioso, y sin atreverse siquiera a pararse y a bajar de la silla de manos, en medio de gente extraña, cuya lengua no entendía, porque hablaban el ibero, que, como ya queda dicho, era lo que se llama hoy el vascuence.

Aunque Chemed lo había averiguado todo, quiso que Mutileder le refiriese su historia. Mutileder la refirió con elocuencia. Al hablar de Echeloría, aunque era hombre recio, se le saltaron las lágrimas. Con las lágrimas sobre sus mejillas y velando sus ojos azules, estaba el muchacho lo más bonito que puede imaginarse. Chemed no se hartaba de mirarle; pero ¡con qué miradas!

Pronto con sus miradas fulmíneas derritió la triple placa de bronce que el empeño de ser consecuente había puesto en torno del corazón de Mutileder. Y Mutileder y Guadé se amaron, a pesar de Chemed y de Echeloría.

El cariño de Chemed tiene algo de maternal. ¡Es tan buena conmigo! ¡Es tan alegre y chistosa! ¡Qué tonterías tan saladas se le ocurren! ¿Cómo no he de reírme al oírlas? ¿He de estar siempre llorando? No: no es menester llorar: no es menester negarse a todo consuelo, como una bestia feroz, para demostrar que es uno fiel y consecuente.

La carta decía como sigue: «Mi querida Chemed: Yo soy el más débil y el más malvado de los hombres. Debí huir de ti desde el primer momento y no entregarte nunca un corazón que no te pertenecía, que era de otra mujer y que jamás podía ser tuyo. Todo el afecto, toda la ternura que te he dado, ha sido falsía, perjurio e infamia.

Mutileder hablaba entre dientes, lanzaba desconsolados suspiros, manoteaba y hasta se golpeaba y pellizcaba sin compasión, y solía exclamar: «¡Qué diablura! ¡Qué diabluraEn presencia de Chemed o se olvidaba de su dolor o le refrenaba y disimulaba.

Chemed oyó a Mutileder, le miró y se maravilló; volvió a mirarle y se quedó más maravillada. Entonces dijo para : «Divinos cielos, ¿qué es lo que miro? ¿Será éste dios o será mortal? ¿Resplandecería más Adonis cuando Astoret se prendó de él

De aquí su pena cuando estaba solo: y no de dónde, el olvido de su pena cuando de Chemed estaba acompañado. ¡Contradicciones inexplicables, raras antinomias de los corazones de los mortales!

Su voz, alterada por la pasión, penetraba en los corazones, aunque sus palabras no se entendiesen. En aquel instante ¡oh fuerza del destino! acertó a pasar por allí la graciosa y distinguida Chemed, que en fenicio significa belleza, la viuda más coqueta y caprichosa que había en Málaga. Su marido la había dejado joven y con muchos bienes de fortuna.

Mutileder había tenido ya tiempo para meditar, reflexionar y hacer severo examen de conciencia, y no se absolvía, sino que se condenaba por débil, perjuro y desleal, en grado superlativo. A veces quería disculparse consigo mismo, y no lo lograba. «Yo, decía, sigo amando a Echeloría, y Chemed no obsta para ello. Voy a buscar a Echeloría, a libertarla y a vengarla, y Chemed me ayuda en mi empresa.