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En la puerta un presbítero, sentado ante una mesa, golpeaba con una moneda la bandeja de las ofrendas, y aquel choque metálico, acusador del interés, sonaba mal: los muros sagrados lo devolvían en apagados ecos, cual si rechazaran la voz de la codicia humana.

En las tardes de invierno, después del coro, el músico y Gabriel se refugiaban en aquella habitación. Los canónigos, huyendo del viento frío o de la lluvia, daban su paseo diario por las galerías del claustro alto, con el afán de no privarse de este ejercicio a que estaba acostumbrada su metódica existencia. El agua del cielo golpeaba los vidrios de la ventana del camaranchón.

Todos escucharon en silencio y embargados por la emoción, el breve relato que de sus desgracias les hizo. Santiago se golpeaba la cabeza: su esposa lloraba: los chicos atónitos le decían estrechándole la mano: ¿No volverás a tener hambre ni a salir a la calle sin paraguas, verdad tiito?... yo no quiero, Manolita no quiere tampoco... ni papá, ni mamá.

Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran violentamente el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... y de pronto volvió en y se halló en distinto paraje: había caminado media cuadra, sin darse cuenta de nada.

Pura tiniebla decir a mi tío desde el brasero , y a poco más de media tarde. Lo siento por ti, Marcelo... y mira, llama a esas condenadas mujeres para que te traigan una luz y te sea menos triste la soledad... Y en esto golpeaba el suelo desesperadamente con su cachava, haciéndome creer que las tinieblas le entristecían a él más que a .

Hablando él y yo escuchando, las horas nocturnas, de negra clámide, se habían ido alejando armoniosamente; las horas matutinales danzaban ya en los umbrales del día, y un revuelo de sus túnicas color violeta penetraba por la hendedura de nuestros balcones; la aurora, con dedos de rosa, golpeaba silenciosamente en el vidrio de nuestras pupilas.

¡Feli... nena mía; respira... habla! ¡Dios mío! ¿qué es esto? Y la golpeaba las manos, tiraba de sus brazos, la soplaba en la boca como si quisiera devolver aire a sus pulmones. Duró esto menos de un minuto, pero al joven le pareció interminable; sentía una angustia casi igual a la de la enferma. Volvió ésta a respirar, y su inmovilidad se trocó de pronto en una agitación loca.

En cambio, el Chiquito deteníase algunas veces, lanzaba en torno una mirada satisfecha, se escupía en las manos, y agarrando de nuevo el perforador continuaba el trabajo. Su burdo contendiente aún no se había detenido una sola vez: golpeaba la piedra, con la cabeza baja, mostrando la pasividad resignada del buey que abre un surco sin fin.

El digno encajero no podía apartar de si el licor amarguísimo que un demonio invisible le ponía en los labios; ya suspiraba, ya se golpeaba la cabeza venerable, ya por fin elevaba los brazos y los ojos al cielo pidiendo a Dios que le librara de aquel fiero tormento. «Ni un momento más puedo vivir en esta incertidumbre, gritó. Sr. D. Salvador, venga usted al momento; necesito hablarle».

En los momentos en que el Reverendo Sr. Dimmesdale razonaba de este modo consigo mismo, y se golpeaba la frente con la mano, se dice que la anciana Sra. Hibbins, la dama reputada por hechicera, pasaba por allí, vestida con rico traje de terciopelo, fantásticamente peinada, y con un hermoso cuello de lechuguilla, todo lo cual le daba una apariencia de persona de muchas campanillas.