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Nada se le queda por investigar, aclarar, contar y discutir sobre las corridas de toros, desde que empezaron en España, tal vez antes de la fundación de Cádiz y de la venida de Hércules fenicio, que erigió sus columnas, no si en Calpe, o en Avila, o en ambos cerros. No hay personaje histórico que haya toreado de quien no nos hable el señor conde.

Las montañas estériles y tristes; la reverberacion de un mar que se agita bajo el soplo de los vientos quemadores del Africa; el esplendor del cielo, azul y trasparente; la naturaleza semi-oriental de la vegetacion; el tipo vigoroso de las fisonomías algo retostadas; el lenguaje, el acento, las ideas populares, las costumbres y los usos, todo establece allí una distincion profunda, haciendo del Marselles una especie de Fenicio ó de Italiano, un sér que mira hácia el Oriente y el Africa; voluptuoso, altivo, independiente y que mira con antipatía lo que viene de las comarcas setentrionales.

Parecía tan corriente, como si viviese del mísero sueldo de un empleo... su originalidad estaba en su rostro, sin barba, de líneas fuertes y duras, la nariz brusca, presentaba la expresión rapaz y amenazadora de un pico de águila: el corte firme y acentuado de sus labios daba a su boca una expresión maligna; los ojos, al fijarse, semejaban los encendidos fulgores de un disparo, salido súbitamente de entre las zarzas tenebrosas del entrecejo fruncido; era lívido, mas, por su piel, corrían a veces radiaciones sanguíneas, como en un viejo mármol fenicio.

Su voz, alterada por la pasión, penetraba en los corazones, aunque sus palabras no se entendiesen. En aquel instante ¡oh fuerza del destino! acertó a pasar por allí la graciosa y distinguida Chemed, que en fenicio significa belleza, la viuda más coqueta y caprichosa que había en Málaga. Su marido la había dejado joven y con muchos bienes de fortuna.

Si Chemed hubiera sabido que Mutileder hablaba corrientemente el fenicio, como en efecto le hablaba, sin duda que se hubiera detenido; pero, no sabiéndolo ni sospechándolo, Chemed pasó de largo. Luego que Mutileder echó sapos y culebras por la boca y se desahogó cuanto pudo, acudió a dar a su presunto suegro la mala noticia del rapto, y a consolarle, si cabía consuelo en tamaño dolor.

Ganas tuvo de llegarse de súbito a la muchacha y de soltarle el pavo, esto es, de decirle sin ceremonia sus atrevidos pensamientos: pero Mutileder iba al lado de ella, mirando receloso a todas partes, con la barba sobre el hombro, en actitud desconfiada y hostil, y blandiendo un enorme y fiero garrote. La prudencia refrenó los ímpetus del marino fenicio.

También lo era el viejo Cadmo, con su mitra de fenicio y su barba anillada, gran ladrón de mar, que iba esparciendo, de fechoría en fechoría, el arte de escribir y las primeras nociones del comercio.

Imposible de toda imposibilidad era ya que Mutileder llegase a donde estaba el marino fenicio, quien se sustraía así a su venganza. Tiempo había de pasar, pampanitos había de haber, antes de que dicho marino se pusiese a tiro de su honda o al alcance de su garrote.

La flor ilustre que cuidó tu mano tronchóla el soplo de enemigo cierzo; mas la medida del valor humano no el éxito la da, sino el esfuerzo. No queda del ayer para el fenicio mas que la huella del sangriento agravio, y para el pueblo el noble sacrificio y tus laureles de patriota y sabio.

Mi deber es perseguirle. La ofensa que me ha hecho no puede quedar impune. misma me tendrías por vil y cobarde si yo no me vengara. No extrañes, pues, que te deje para cumplir con esta obligación. Adiós; adiós para siempre, ¡oh generosa y dulce amigaTal era la carta que escribió Mutileder, en buen fenicio, sin ninguna falta de gramática ni de ortografía.